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domingo, 3 noviembre
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Madres, por Andrés Cañas

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A todo lo largo y ancho de mi vida he disfrutado del amor y la calidez del instinto maternal que desprende el aliento de cuatro madres de generaciones sucesivas y en linea directa respecto del nexo familiar o de parentesco de todas ellas. Y aunque sea someramente, en la medida que pueda evitar sentimentalismos e inútiles sensiblerías, intentaré evocar lo mucho que significaron desde siempre las cuatro para este humilde mortal, cada una en su papel de; abuela, madre, esposa y hija que también es madre.

Bogas Bus

Hoy toca hablar de la primera, de mi abuela María vía materna, a quién mis padres confiaron el que fuese a vivir con ella una vez cumplidos los dos primeros años de mi vida hasta los cinco a seis que era la edad apropiada -se creía entonces- para ir a la escuela. Mi abuela era una mujer de complexión fuerte, metida en carnes pero no excesivamente gruesa, y con una personalidad singular. Quienes la conocía bien comentaba que era una mujer muy activa, con carácter firme y muy generosa a la hora entregarse a los demás. Además era, también, muy ordenada y extraordinariamente aseada; cuidaba mucho su imagen y presumía de ser buena cocinera. Quizás que por ser la de mas edad entre sus hermanas y viuda con hijos, asumió de buen grado el matriarcado que le confiriese el resto de la familia. Con lo cual potenciaba su personalidad y reafirmaba el liderazgo contraído al tiempo que se hacía acreedora del respeto y el afecto de los que de una forma u otra dependían de ella. Pues eran pocas las cosas que se decidían en el ámbito familiar sin su influencia y menos sin consultarle.

Mi abuela María, con sus tres hijos solteros (ninguno solterón vocacional) vivían en un barrio obrero que la empresa del ferrocarril había construido en terrenos de la misma estación, para facilitar vivienda a sus empleados. Y mi abuelo, no se si por antigüedad o por ejercer de mando intermedio, fue uno de los primeros beneficiarios de una de esas viviendas. Beneficio, o derecho, que la empresa le respetó a su viuda, ya que uno de mis tíos ocupaba el puesto que quedó vacante al morir mi abuelo.

Como ya he señalado, con ellos pasé los primeros años de mi niñez y fui muy feliz. Pero al cumplir los seis años, como los colegios estaban ubicados en el casco urbano, viviendo con mis padres lo tenía mas fácil para escolarizarme. Y así pude aprender a garabatear mis primeras letras sin tener que hacer largos e incómodos desplazamientos. Ahora, cuando ha pasado mucho tiempo, unas veces despierto y otras entre sueños, aun recuerdo como algo cercano aquellos años en que mi abuela María me acunaba sobre sus brazos y me besuqueaba la frente antes de llevarme a la cama. Tal vez lo hiciera siguiendo algún ritual respecto a la educación recibida de sus mayores o porque, al hacerlo, rememoraba sus años de madre que había criado cuatro hijos y sabía que con ello «mi niño» como le encantaba llamarme, dormiría sin congojas ni miedos fantasmagóricos. Mas de una bronca se llevó la sirvienta porque si ésta me cogía para dormirme, siempre me cantaba una nana que decía:

«Duérmete guapo
que viene El Coco
y se lleva a los niños
que duermen poco»

Y claro, con esa letra, cuando el sueño me vencía me quedaba dormido abrazado a ella por temor a que llegase El Coco y me llevara con él.

Mi abuela María, como la mayoría de mujeres de aquellas viejas generaciones, no sabía leer ni escribir. Solo tenía la formación que se adquiere ejerciendo «sus labores», cuidando su casa y dando cariño a los suyos. Ella, como no tenía marido, tenía que administrar la economía familiar consistente en el jornal de cada uno de sus tres hijos (no se si cobraba algo por ser viuda de un mutilado de un brazo en accidente laboral) y aunque los ingresos no fuesen muchos, como estaba acostumbrada a echarle imaginación y contar con los dedos, fue capaz de reunir unos ahorrillos para la vejez. La prueba es que mis tíos se independizaron y ella, en su casa, se mantuvo sin excesivas estrecheces hasta el final de sus días.

Ahora, desde la distancia en el tiempo, sin el remordimiento de haber sido el peor de sus nietos, sí creo que no supe apreciar las caricias de que fui objeto esos años de mi niñez a su lado, ni corresponder al infinito amor recibido de ella hasta que murió. Sin embargo, de lo que estoy convencido es de que nosotros, los abuelos de ahora y de siempre, celebramos las gracias de nuestros nietos y nos ilusiona verles crecer. Y mi abuela María pudo ser un buen ejemplo.

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