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viernes, 22 noviembre
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Huellas, por Andrés Cañas

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En lo que llamamos el interior del país, los jóvenes de posguerra (década de los cuarenta del siglo XX), la mayoría adolescentes sin escolarizar, en particular los hijos de familias campesinas sin propiedades suficientes para trabajar ellos mismos sus propias tierras y vivir de ellas, a la mayoría de éstos -insisto- aun siendo todavía muy jóvenes se colocaban a trabajar en «lo ajeno», que significaba hacerlo en fincas de agricultores acomodados o en haciendas de alguno de los pocos terratenientes que existían por aquellos pagos. Y me refiero a la sabiduría o al conocimiento que por entonces tenía la población rural en general.

Otros jóvenes, hijos de gente urbana con posibles o profesiones liberales, unos por tradición familiar y otros por mera recomendación de sus mayores, preferían seguir  los mismos pasos que éstos y formarse adecuadamente mirando al futuro. Lo importante era lograr el nivel de capacidad profesional suficiente para ganarse la vida trabajando, pero sin necesidad de salir del casco urbano y así evitar sufrir las penalidades que conlleva el trabajo en el campo.

En las inmensas llanuras del centro del país (me refiero a La Mancha) al margen de los trabajos de la agricultura y la ganadería, realizados por gañanes, peones o viñeros sin especialidad, pastores, los oficios indispensables y de más aceptación en la población solían ser: Herrero, carretero, guarnicionero, albañil, bodeguero y otros. Profesiones que en muchos casos eran los mismos padres quienes inculcaban  a sus hijos la conveniencia de aprenderlos, ya que para ser «hombres de provecho» -decían- no era preciso estudiar. Bastaba con asistir algún tiempo a cualquier escuela como las de «La Palomara», «El Pitito», «Picalé»,. . . para aprender a leer y escribir y las cuatro reglas básicas de la aritmética.

Pues ir a colegios donde poder estudiar una carrera aunque fuese de grado medio se consideraba un mérito de privilegiados. O dicho de otra manera: esos estudios estaban destinados a los hijos de familias pudientes o ricas y poco más.

Pero a lo que iba: Quienes pasamos nuestra adolescencia y buena parte de la juventud en aquellos penosos años, cuando aún no nos habíamos sacudido el miedo acumulado durante ¡treinta y cuatro meses! de fuego cruzado, metralla, sangre y devastación, sumado todo ese tiempo a los conflictos anteriores a la declaración de guerra y a los años «victoriosos» de la horrorosa postguerra, es demasiado tiempo. Todo el mundo sabe que fuimos la generación que mas dificultades encontramos para realizarnos en libertad y conformar sin ningún tipo de presión nuestra propia personalidad. Además, al intentar ser libres, cualquier error que cometiésemos era tanto como convertirnos en delincuentes o cuando menos en pecadores convulsivos o crónicos. Y es que traspasar los límites impuestos por unas leyes elaboradas en un régimen totalitario, hechas por los adultos de la época, siguiendo las pautas que marcaban los uniformes militares, las roídas y negras sotanas y las puñeteras togas, también negras, basado todo ello en el atrasado y rancio concepto de lo que debía ser según ellos un buen ciudadano -insisto- o era delito o era pecado. Es decir, que ya rebasada con creces la mayoría de edad, nuestra capacidad para decidir por sí mismos, en multitud de casos, era prácticamente nula.

Sí, ya sé que a la juventud de ahora le costará entenderlo. Pero cuando pasaban unos años del cumplimiento del servicio militar obligatorio, sin haber cumplido aún los treinta, se nos colgaba el San Benito de  solterones, lo que significaba pasar de un colectivo con futuro, a formar parte del «Club de los Prescindibles».

Menos mal que con el tiempo se ha ido viendo que la vida es mucho más que una órbita o contorno reducida a vínculos consanguíneos y venerables. La juventud ha sentido, ha amado y deseado con igual emoción incluso naturalidad de siempre aunque ahora, gracias al progreso, se exprese de otra manera.

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Cuando me miro las arrugas y descubro entre ellas cicatrices de aquél tiempo, no se me ocurre otra cosa que la de implorar mirando al cielo «que la democracia no condene a nuestros nietos a repetir el esfuerzo que tuvimos que hacer nosotros para llegar hasta aquí».

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