Es más alto que el resto –tampoco demasiado–, jaro y pelado a tazón. Se le ve un poco huraño, muy serio. Para ser un niño de seis años se toma todo demasiado a pecho. Alguien en el recreo le ha llamado lechero y casi le pega. No sé por qué le llama lechero y tampoco por qué no le gusta que se lo llamen. Es nuestro primer año de escuela, primer año en un colegio público de mediados de los sesenta: leche en polvo y «Cara al sol». Él ya es un tipo duro.
Asiste a clase a salto de mata, un día sí y tres no, como tantos hijos de familias con pequeñas explotaciones agrícolas o ganaderas. En su casa mantienen una pequeña ganadería que da trabajo a la familia siete días a la semana los trescientos sesenta y cinco días del año. Un puñado de vacas que les va dando para vivir.
Sus estudios no dieron para mucho más. Antes de cumplir los once, de buena mañana, su padre se voló la tapa de los sesos con la escopeta de caza.
Era el mayor de tres hermanos y… lechero.
El negocio no daba para mucho, pero salieron adelante. Sus hermanos ayudaron con las vacas hasta que encontraron trabajo en otros menesteres. Él y su madre mantuvieron la explotación contra viento y marea, a pesar de que siempre daba más trabajo y disgustos que dinero.
A finales de los ochenta, con la entrada en Europa, todo comenzó a torcerse. Los cambios de normativa y la entrada de competencia externa hizo que fueran cayendo una tras otra estas pequeñas explotaciones familiares. En los noventa no quedó ni una, tampoco la suya.
Con casi cuarenta años tuvo que reinventarse. Un reciclaje obligado que se antojaba complicado, no lo fue tanto gracias a que el tren del ladrillo pasó por su puerta en ese preciso momento.
–Si mi alma lo sabe, había vendido las vacas diez años antes.
La crisis le ha mandado al paro, como a casi todos. A pesar de incorporarse tarde al andamio ha aprendido el oficio y su jefe le sigue llamando cuando le salta alguna faena. Meses de paro intercalados por alguna semana, algún mes en el mejor de los casos, de obra.
Siempre ha sido tipo duro, un trabajador de los de maza y martillo. Buena gente, humilde, de complexión fuerte. Desde que se incorporó a la zaranda se ha mantenido con el mismo jefe. Mantiene los amigos de la infancia, con los que sale de caza y frecuenta los bares de toda la vida.
–Ha muerto mi madre este invierno –me dice con ojos rojos y voz quebrada, dejando entrever un punto de fragilidad, muy extraño en él, que me deja totalmente descolocado–. Estaba bien, ha sido casi sin darnos cuenta.
Queda muy lejos aquél recreo. Pasamos la cincuentena y ya peinamos canas. Toda una vida. De trabajo, de luces y sombras, de lucha; de amistades y amores que fueron, que pudieron ser o que son; de alegrías, risas y sinsabores; de amarguras, de tristezas que van y vienen o se quedan y nos hacen librar batallas cada noche.
Un extraño catarro le quitó de fumar la primavera pasada. Queda lejos aquél recreo de los sesenta, pero aún quedaban cosas por hacer, por aprender, por vivir.
No ha habido prensa en su entierro. Familia y amigos hemos llorado su marcha. No saldrá en los periódicos. No es rico, ni famoso. Continuamente está muriendo gente así. Pobres anónimos que no hacen nada por el país, como he podido leer estos días con motivo de la muerte de un par de nuestros más adorados próceres.
Los cementerios están llenos de héroes a los que nadie conoce. Gente corriente que no sale en los informativos cuando se casa o se divorcia, o cuando muere. Gente que nunca ha robado nada y cada céntimo que lleva a su casa ha sido sudado y trabajado. Que han vivido su vida, la que les ha tocado, y no le deben nada a nadie.
Y a pesar de lo que vemos cada día en la tele, en los periódicos, en Internet, a pesar de lo que escriban infumables columnistas adoradores del vellocino de oro, hay vidas corrientes, anónimas que también merece la pena vivir. Vidas sin las que no tendría sentido la del bien pagado columnista –muy a su pesar –, ni la de su adorado prócer.
Hasta siempre, amigo.