El 17 de enero, Día de San Antón, en Tomelloso —en otros pueblos no lo sé— era uno de los festivos más celebrados del calendario. Los gañanes y los viñeros que por evitar desplazamientos pernoctábamos en la quintería, regresábamos al pueblo el día 16 sobre el mediodía cargados los carros con cualquier tipo de leña, ya que la fiesta comenzaba a las ocho de esa misma tarde con el encendido de las hogueras y los disparos de salvas de escopeta con los cartuchos cargados col pólvora y arena para no hacer daño a nadie. Se disparaba mirando al cielo y rogando al Santo en voz baja que velara por las caballerías. A muchos nos hubiese gustado dirigirle un cántico rogatorio a modo del que dedican los pamplonicas en los encierros a San Fermín. Seguro que a ello se hubiesen sumado los pastores, pidiendo por sus rebaños, y los cazadores por sus perros. Pues no en balde es el Santo Patrón de toda clase de animales.
Las «Hogueras de San Antón», igualmente se hacía con las de San Juan, se solían ubicar en el centro de la confluencia o cruces de calles, por ser espacios más amplios que los que hay entre las dos aceras de cualquier calle normal, con el fin de evitar que las llamas pudiesen ocasionar accidentes. Y si mal no recuerdo, si no la mayor sí de las más grandes y concurridas era la hoguera que se encendía frente a la Capilla del Santo en la Cruz Verde. De las más grandes, por la cantidad de leña que aportaban los vecinos del barrio, muchos de ellos declarados devotos de San Antón, y concurrida por estar ubicada en el centro neurálgico de tan singular festejo.
Mis abuelos paternos vivían en la calle de doña Crisanta (tal vez habrá aun quien le siga llamando de la Cruz Verde o de San Antón) y junto a las aceras de ambos lados de la calle se extendían en el suelo; mantas, valeos de esparto y lonas, con montones de diversos frutos secos para su venta a granel. También se colocaban filas de mesas en las que se vendían diversos productos autóctonos tales como; pan de higo y mostillo en cajitas de madera, botellas de arrope y tarros de miel de romero, de distintos tamaños, etc.
Se cuenta que mi abuela Dolores, que murió siendo yo muy pequeño y apenas me acuerdo de cómo era, ese Día Santo —se decía— acostumbraba a ponerse a la puerta de su casa con varios capachos llenos de pan blanco de tahona (tal vez en cumplimiento de alguna promesa) para repartirlo entre los más pobres, sin hacer excepciones. Otras familias de las llamadas «acomodadas, como eran mis abuelos, repartirían gavillas de sarmientos y cepas o tarugos incluso paja de centeno, con el fin de aliviarles del frío del invierno a familias de esas que carecen de todo tipo de recursos. Es decir, que la fiesta patronal, además de rendir culto a San Antón, estaba presidida por el hacer caritativo, misericordioso y sobre todo solidario de los tomelloseros.
Recuerdo, también, aquellas divertidas carreras de jinetes sobre caballerías distintas; mulos, burros, algún caballo, cuya meta final la situaban en la plaza de España, donde se colocaba una tarima de madera y sobre la que se entregaba el premio a los ganadores, al tiempo que el señor cura bendecía a toda la fauna irracional que se acercara por allí, participase o no el alguna de las pruebas.
—Queeeé. . . ¿quién ha ganado? —preguntaba la gente a un personaje pintoresco muy popular, quién montado sobre su propio caballo era de los primeros en llegar.
—¡Los muchachos lo dirán! —solía responder éste, convencido de que los críos dirían que el ganador había sido él.
Qué tiempos aquellos, cuanta diferencia con los de ahora. Entonces la gente descansaba y hacía amigos paseando por la calle.