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viernes, 20 diciembre
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Carta a la Cueva de Ceferino

ceferino

Querida Cueva:

Espacio acogedor y emblemático de nuestra ciudad.

Ésta es una carta extraña, sensible, demasiado sincera (intimista y personal) como para que pueda superar un filtro de control público (y, sin perjuicio de ello, mi ánimo de homenajearte, de traerte a la palestra, vencerá mis miedos y temores).

No sé si aquellos que son más jóvenes (que nosotros ya vamos peinando canas, qué nos vamos a contar) han reparado en el hecho de que casi todas las grandes ciudades se encuentran huecas, que sus interiores, sus subsuelos, se hallan horadados por vías de metro y por multitud de conductos para facilitar y asegurar los servicios corrientes.

Y esos jóvenes (los mismos que pierden sus dedos en pantallas táctiles que les acercan a lugares recónditos mientras les separan de los más contiguos) no han apreciado que, en su pueblo, en Tomelloso, se revela una de las figuras más paradigmáticas, ya que nuestra ciudad se encuentra perforada por un auténtico sinfín de cuevas (ninguna tan bella como tú, ninguna tan auténtica como tú).

No es extraño encontrar, entre las voces que se alzan en los mentideros, bellas historias de muchas familias de la patria chica, que alardeaban de haber construido antes su cueva (bodega) que la propia casa (y es que las necesidades apretaban y aunque el refrán señala que no se debe de comenzar la vivienda por el tejado, nada reza respecto de asentar un espacio en el subsuelo para otros menesteres).

Y esas palabras masculinas, sobre todo cuando el atardecer de la vida se cernía sobre ellas, no dudaban en hacer un elogio (sutil pero rendido) a la labor de aquellas mujeres (las terreras) que ayudaban en el afanar de la construcción de la cueva, con el manejo y el sacrificio de las que, a todas luces, eran, además, bastiones en el ámbito doméstico, exponentes de valentía cuando el tercio llamaba a afanar en cualquier materia.

Me gusta detenerme, Cueva de Ceferino, en la metáfora de las “lumbreras” (la luz que desciende, la oscuridad que quebranta, como un cordón umbilical que transmite vida del exterior al interior) y en la calma con la que se vive, en la cueva, en ese recinto acondicionado (climatológicamente mágico) pero, a la vez, ajeno al mundanal ruido (como un auténtico remanso de paz).

Querida Cueva de Ceferino, me despido de ti… con un entrañable saludo (una añoranza extrema) y el más hondo de mis respetos, por haber sabido salvaguardar el trabajo callado de tantos hombres y mujeres, el cotidiano afanar de unas generaciones anónimas que han permitido que, hoy, Tomelloso y sus gentes miren al mundo en un entorno (no exento de complicaciones) que aventura un pródigo porvenir.

Quizá, en un tiempo no muy lejano, existan mentes preclaras que, afianzadas en sus responsabilidades, reserven algo de presupuesto para su cuidado (en el ínterin, habrá que confiar en el cuidado y el celo de su privado curador).

Con cariño, en la despedida…

Una terrera.

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