Confieso que se me hubiese hecho muy difícil vivir sin amigos. En cada etapa de mi existencia he procurado cultivar y mantener las mejores relaciones con todo el mundo y sobre todo con aquellas personas en las que he creído poder confiar. Y debo reconocer que en todas esas etapas siempre hubo alguien que en cuanto a empatía y confianza superaba mis anhelados propósitos, por lo que terminábamos siendo auténticos amigos.
Desde aquel grupo de muchachos que compartíamos travesuras y colegio, también «animaladas» inherentes a la adolescencia y primera juventud, después de tanto tiempo transcurrido y el alejamiento de vecindad, aún recuerdo sus nombres con la dilección y estima de siempre. Eso que la gran distancia -insisto- del lugar de residencia actual entre unos y otros nos aleja más de lo que a todos nos gustaría.
—Yayo, ponte al teléfono que preguntan por ti —me dice mi nieto, el pequeño.
—¿Te ha dicho quién es? —le pregunto.
—No, solo me ha dicho que es un amigo tuyo, creo que del pueblo. Claro, que yo no le he preguntado nada más.
Le cojo el teléfono y pregunto: ¿Diga? . . . ¡Hola Paco! ¿Cómo estás? . . . Y estuvimos un buen rato hablando de cosas nuestras, como siempre.
Paco es uno de esos amigos de la infancia con quien cada vez que nos ponemos a hablar disfrutamos recordando lo que fuera nuestra niñez y sobre todo la bulliciosa y turbulenta adolescencia que nos tocó vivir aquellos tres largos años de guerra civil e inmediatamente posteriores. Pues ambos somos de la misma edad y mantenemos muy buena relación desde siempre. Y como la filosofía que utilizamos tiene su lado positivo, a los dos nos divierte comentar que después de tantas peripecias hemos sobrevivido felizmente.
A veces hablo con otros, también amigos desde siempre, que tampoco quieren que perdamos el contacto y así evitar que el silencio pudiera distanciarnos aún más de lo que estamos y enfriarse nuestra amistad.
Y otro tanto me ha ido sucediendo en el ámbito laboral con alguno de mis compañeros de trabajo, ya jubilados todos, con quienes aún mantengo muy buen trato en razón de la sana complicidad que fuimos adquiriendo con el tiempo. Y es que al no estar nuestra relación condicionada por la oportunidad ni la envidia u otros extraños intereses, a ninguno se nos ocurrió ponerle fecha de caducidad.
Hace unos días recibo una llamada telefónica en casa y al descolgar oigo una voz que pregunta por mi nombre. La reconozco y respondo:
—¡Hola, amigo David! Que alegría oírte después de haber pasado tanto tiempo.
—¡Toma! —exclama él— la misma alegría que he sentido yo al ver que con solo dos palabras me hayas reconocido. Eso que cuando he decidido llamarte me temía que te habrías olvidado.
—Hombre, tu voz siempre fue y aún lo es inconfundible —le respondí en tono halagador— y yo, particularmente, la tengo bien grabada, porque fueron muchos años los que estuvimos trabajando juntos. Además te recuerdo que, cuando me operaron el cáncer de laringe, me mutilaron las cuerdas vocales y me quitaron la voz, pero no la memoria ni la capacidad de intuición. (Los dos nos reímos a gusto). Aunque quisiera, tampoco podría negar que en algún momento de nuestra charla nos emocionamos, ya que éste fue unos de los colegas, como se usa decir ahora, con quién más tiempo compartí tareas laborales. También por ser él uno de los primeros en celebrar con gran contento mi curación total, así como felicitarme por el hecho de haber podido reincorporarme sin limitación alguna a mi puesto de trabajo.
En estos últimos años, desde que me jubilara, he dedicado la mayor parte de mi tiempo a la rehabilitación de otros laringectomizados, como yo. Y a pesar de tanta dificultad y la dureza de los ejercicios en clase, de entre los que fueran «mis alumnos» tengo muy buenos amigos que también gustan de recordar conmigo aquella dura etapa que hubimos de recorrer juntos, hasta vencer cantidad de obstáculos y volver a hablar de nuevo.
¿Cuesta tanto —me pregunto— ejercer el la estima, la cortesía, el respeto, entre personas civilizadas? yo creo que no. Más bien creo que eso significaría (hablo desde mi experiencia) disponerse a tratar a los otros como nos gustaría ser tratados nosotros mismos. Lo cual resultaría, sin duda, hondamente enriquecedor.