Sin ser perseverante (lo reconozco) respecto de regalar oídos a nadie, en cuestión de obsequiar con algún presente aunque sea por corresponder a favores recibidos, o solo por quedar bien con el otro, sí suelo ser desprendido. Y no creo ser yo en único que confirme esa regla.
Asimismo, cuando la ocasión lo haya propiciado, nunca creo haber disimulado llamar «regalo» a todo lo que signifique el cumplimiento de cualquier compromiso. Entiendo, por tanto, que este defecto mío —si lo fuere— debe ser algo crónico, porque ni con los años ni con las frustraciones, que haberlas haylas, soy capaz de enmendarme. Y es que desde siempre me ha parecido que los regalos deberían simbolizar el carácter desprendido de quién lo hace y solo como un gesto de gratitud y no otra cosa. Procurando quitarle la vitola o etiqueta del interés espurio y soborno, para que no pierda sus nobles esencias. Y me reservo poner ejemplos.
Tampoco niego que el regalo a tiempo cumple una función elemental y se convierte en algo práctico incluso de natural necesidad, aunque a veces no entre por los ojos de quién lo reciba. Además se disfruta, cómo no, viendo que se lo pasa en grande quién regala, si nota que a quién lo recibe le impacta favorablemente.
Por mucho tiempo que pase, jamás olvidaré las mañanas del Día de Reyes, abriendo junto a mis hermanos los envoltorios que nos habían puesto nuestros padres debajo de la chimenea con el nombre de cada uno de nosotros, para ver que nos habían «echado» los Reyes Magos.
Después, como padres y abuelos, intentamos mantener la tradición y cumplir tan placentero rito religioso con nuestros descendientes. Al mismo tiempo nos sentimos orgullosos de ser receptores del mejor regalo; el cariño que recibimos de ellos.
Pero el regalo que motiva este espacio, sin que sea nada original, tiene un valor incalculable, ya que su finalidad significó satisfacer un deseo de mi esposa y también una ilusión compartida entre los dos.
—¿Qué traes en esa caja tan grande? —me dice ella cuando entro por la puerta y nota que quiero sorprenderla el día de su cumpleaños—.
— Toma, que es para ti. Ábrela con cuidado y ya verás lo que contiene —le respondí sin dar más detalle—. Estoy convencido de que esta vez traigo algo que te gustará. Y si no te gusta, por favor ahora no me lo digas. Pasaría un mal rato, ya que no puedes ni imaginarte la ilusión que me ha hecho poder comprarlo en un Día tan señalado como el de hoy.
Estando ella abriendo el paquete oigo que ronronea entre dientes: «Será alguna tontería de las que acostumbra», «seguro que es algo que no necesitamos», «ya conozco su poco gusto para elegir regalos y hoy no va a ser distinto»
Mientras tanto yo me limitaba a escuchar convencido, insisto, de que al ver qué era lo que contenía el paquete le iba a emocionar, ya que en aquél tiempo (primeros años setenta) un capricho así parecía algo fuera de nuestro alcance.
—¡Hay que bien!. ¡Que bonito!. —exclamó al verlo—. Déjame que te de abrazo. ¿Cómo se te ha ocurrido?. Esta vez has acertado y es justo reconocerlo, estoy emocionada. Aunque también me duele que te hayas gastado tanto dinero.
—Mujer, deja a un lado lo que haya costado y disfruta de una cosa que los dos teníamos ganas de poder comprar. Y si no se ha hecho antes, tú sabes muy bien por qué. Además, sepas que mi mayor satisfacción es saber que te ha gustado y para mí eso es algo que no tiene ningún precio.
—Hay sí, perdona. Has tenido muy buen gusto. Deja que te abrace y te bese otra vez, porque este momento me recuerda aquél otro en que trajiste las llaves del piso que estrenamos para vivir nosotros solos, con nuestros hijos en nuestra propia casa. ¿Te acuerdas cómo lloramos emocionados?
Y todo por un simple reloj de pared aunque por entonces era un auténtico lujo, casi imposible de permitirse familias de trabajadores asalariados como éramos nosotros, pero por fortuna pudimos disfrutar.
Un reloj que sea por su excelente calidad o por el esmerado trato que se le da, todavía luce como el primer día y funciona perfectamente.