—Tú, hijo mío, quédate aquí hasta que yo vuelva —me dijo mi padre— porque si estos señores son medianamente compasivos y quieren, espero que no tardándose mucho me dejen volver. (Los «señores» a los que se refería eran una pareja de la guardia civil).
En ese momento estaba yo tan aturdido, tan atemorizado, que no entendía nada. Pues de ver a mi padre en el desacostumbrado estado de tensión que estaba, tan preocupado incluso nervioso, como padecía de una antigua úlcera en el duodeno, temía que tan tremendo disgusto le acarreara algún daño añadido, ya que no sería a primera vez que le ocurriera.
—Oye, muchacho,—exhorto el cabo de la guardia civil que sujetaba a mi padre cogido del brazo tal si hubiese atrapado a un vulgar delincuente— tú verás cómo te las arreglas, que ya eres mayorcito. Tu padre vendrá con nosotros y en el mejor de los casos no podría venir hasta mañana bien entrado el día, porque le retendremos en el cuartel hasta que llegue el Comandante de puesto y responda a las preguntas que se le hagan. ¿Entendido?
Al ver la actitud prepotente del cabo, la soberbia con que hablaba y aquél amenazante gesto de autoridad, convencido como estaba de que mi padre no había hecho nada malo, aun lo entendía menos.
Y todo eso sucedía una oscura noche de otoño, a la luz de unos candiles alimentados con terrones de carburo y agua que era con lo que se alumbraban las distintas dependencias del molino de ruedas de piedra que había sobre el río Guadiana, en el paraje llamado «Santa María», a pocos kilómetros de donde estaba la Comandancia de la guardia civil.
—No te acuestes sin cenar algo y darle agua y echar pienso al macho antes de irte a dormir —fue el encargo que me hizo mi padre cuando echaba a andar delante de los guardias—. Y aunque veas que me retraso no te preocupes, que no me va a pasar nada malo. Que en cuanto pueda vendré a buscarte y nos iremos a casa.
—Usted no sufra y vaya tranquilo que así lo hare -le respondí con cierta congoja-. Ahora lo que importa es que eso que dice usted sea verdad y le dejen volver cuanto antes.
El delito por el que llevaron a mi padre detenido —o «retenido» como decía el guardia— no era otro que el de llevar al molino unos sacos de cebada para pienso de los de los animales que recriábamos en el corral de nuestra casa para consumo propio. Lo malo que hicimos fue intentar camuflar un costal de trigo (moler trigo estaba prohibido) con el fin de tener harina en casa y hacernos el pan nosotros mismos y con ello evitar los abusivos precios del «estraperlo», pero nos descubrieron.
Puede decirse que la condena ya estaba escrita. Nos confiscaron el costal de trigo y encima nos multaron con mil pesetas, que entonces era mucho dinero. Aquella misma mañana —supongo— se pagarían y ya libre mi padre vino a recogerme al molino y regresamos a casa con el pienso, pero sin la harina para hacer pan. Claro, que todo esto ocurría en otros tiempos y también con crisis.