Si lo que cuentan los sagrados escritos sobre Nuestro Señor (Jesucristo) es cierto y Él entregó su vida por todos nosotros, una vez resucitado y cicatrizadas las heridas, al descender de una familia tan pobre (recuérdese donde nació) encabezaría las manifestaciones que reivindican justicia social a favor de esos millones de ciudadanos del mundo que pasan hambre y sed, muchos de éstos enfermos y heridos de muerte con crisis o sin ella.
Al mismo tiempo, castigaría duramente a esa gente que, amparada en Su buen nombre, se abraza al capitalismo especulador e irreflexivo dominante. A esos individuos envilecidos que con el poder en sus manos gozan humillando a las clases más modestas, hasta convertirlas en pasto de insaciables «buitres» con nombre y apellido.
Y si también es cierto —insisto— que Cristo vive en todos nosotros, Él mismo pondría freno a tan sangrante como desesperanzada situación y todos seríamos más humanitarios, solidarios también, y por supuesto mucho mejores de lo que somos.
Ahora, cuando el hambre y la miseria amenaza a más de media humanidad, las riquezas acumuladas (sospecho que no todas por métodos confesables) por esa minoría exenta de escrúpulos, sin entrañas y con el alma podrida por la avaricia, con solo lo que les sobra, repito, «solo con lo que les sobra», desde los gobiernos podrían hacerse auténticos milagros. Ese capital sobrante, administrado por políticos solventes y honestos, serviría para hacer más eficaz la lucha hacia la erradicación de la brutal depresión económico-social, como la que estamos sufriendo tantos pueblos y tantas familias. Es decir, viviríamos en un mundo que acepta la adversidad y lucha unido contra ella hasta superarla. Y sobre todo —añado— en un mundo con espacio suficiente para poder emocionarse y reír felizmente, como Dios manda.