En Valencia, este mes debería escribirse sin erre. El termómetro marca 23 grados perfectos, poco exigentes. Octubre aquí no es octubre. Pero Antonio López (Tomelloso, 1936) evita las corrientes. «Mejor dentro», dice sentado en la terraza del hotel. Lleva camisa de pana y americana armada. Sobre la mochila, una gorra de propaganda. ‘Bomberos de Madrid’, pone. La ropa se la trae al fresco.
Es, pese a todo, elegante. Tosco y elegante. Se mueve despacito. Y mira fijamente durante un montón de segundos. «¿Sabes qué? Mi mujer vino a Valencia después de la guerra y siempre me habla de la ciudad. Recuerda las flores. Madrid es una ciudad áspera… pero Valencia tiene otra luz. Está el mar, tiene que ser diferente». Ayer pasó por la ciudad para dar una conferencia en el Centro del Carmen, dentro de las jornadas culturales ArtinGroup. «No me cuesta enseñar, fui profesor de Bellas Artes durante cinco años. Pero una cosa es hablar en frío y otra directamente al alumno», sonríe.
«El oficio de pintor se puede enseñar. La técnica, la estética, algo de moral… eso no ha cambiado. Lo que ocurre es que todo el mundo tiene emoción, pero sólo el artista es capaz de construir algo con ella. Eso no se enseña, claro». López habla de la diferencia entre «facilidad y capacidad», y de aquello que considera clave para la pintura. «Si un artista busca directamente la belleza se equivoca. Hay que buscar la verdad. En ella está todo».
Se relame hablando de los impresionistas -«esos sí que lo cambiaron todo, crearon la libertad dejando a un lado las necesidades»—; de Hopper, al que podría «ver todos los días» porque «es puro, explícito, contemporáneo»; y «de mi tío, que es tan bueno como Hopper pero no es americano». Y ni siquiera es ajeno al titular duro. «He visto lo de la trama china del marchante de arte (en referencia a Gao Ping y la Operación Emperador), sí. El arte siempre va asociado al dinero, desde la prehistoria. Y tiene que ser así. No se puede evitar». «Piensa en Goya», continúa López, «trabajó para personas que no eran precisamente ejemplares. Pero es Goya. Hizo un buen trabajo».
El arte, pues, «queda libre de culpa». Libre de la crisis no. «¿Crees que en Atapuerca vivían bien? Qué va. La crisis siempre ha estado ahí. En los años 40 no se vendía ni un clavo, todo era desierto». Pero entiende, vaya, que los malos tiempos obligan a discriminar, a dar prioridad a otros campos como la sanidad y la educación. «Hay que elegir y ahí es donde la sociedad se equivoca siempre».
—¿Sobrevivirá entonces el arte a la recesión, maestro?
—Quien tenga algo bueno que dar sobrevivirá. Pero si el artista se está pudriendo, el arte también sacará esa oscuridad. La crisis no acabará con nada, sólo cambiará lo que tenga que cambiar. Y si al final quedan menos artistas…
No sorprende que el pintor hable con franqueza. Él sabe que lo hace. «El arte habla desde la verdad. No hay miedo. El político también lo hace… pero mirando desde más alto. El prestigio de la política se ha hundido, el del arte no». Y justo entonces da el salto inverso. De la afectación a la chanza. Dos mil millones de cosas en la cabeza y una curiosidad: «¿El nombre Desamparados existe?», pregunta. «No Amparo, Desamparados. Como vuestra Virgen. Es un nombre muy bonito».
Antonio López se levanta de un sofá demasiado mullido que amenaza con tragarle y recita a Machado. «Escribió sobre esta tierra: Valencia de finas torres y suaves noches. ¿Qué se puede decir más bonito que eso?. Me gustaría que alguien me guiara por la ciudad y encontrar un lugar desde donde pintarla». Volverá. No sabe cuándo, pero volverá. «El tiempo es mi tiempo». Y él es de los que deciden no partirlo con un cuchillo. Su tiempo no es un reloj.