Desde aquella magdalena mojada en té que Proust lanzó al estrellato en En busca del tiempo perdido, hasta el flashback de Anton Ego en la no menos famosa Ratatouille de Pixar, la comida actúa como un puente entre el presente y el pasado, despierta emociones y evoca recuerdos que creíamos olvidados.
Al fin y al cabo, la experiencia de comer es mucho más compleja que la pura necesidad fisiológica de nutrirse. Está claro que nuestro organismo necesita diariamente del aporte de una cantidad de alimentos que, bien combinados y en las cantidades adecuadas, nos van a proporcionar todos los nutrientes que necesitamos para mantener su correcto funcionamiento.
Sin embargo, si cuando comemos solo pensáramos en la racional necesidad fisiológica, el acto de comer no tendría la repercusión social y emocional que tiene, provocada por una clara integración sensorial que deriva en el “placer de comer”.
Los alimentos: preparando los sentidos
La elección de cualquier producto que consumimos es un acto voluntario. Y aunque puede parecernos sencillo, la realidad es que involucra toda una serie de factores intrínsecos, que se centran en las características propias del producto, pero también factores extrínsecos, que abarcan el entorno y las influencias externas que moldean nuestras decisiones de consumo.
En el caso de los alimentos, dentro de los factores intrínsecos destacan las propiedades sensoriales. Es más, los alimentos son el único “material” en el que los cinco sentidos juegan un papel destacado a la hora de marcar las expectativas que un producto va a generar. Al involucrar todos los sentidos, los alimentos crean una experiencia multisensorial que influye profundamente en la percepción y en el registro que el cerebro crea de la experiencia.
Patatas crujientes y yogures rojos
¿Por qué un plato parece más delicioso cuando está bien presentado? ¿Por qué el aroma de café nos prepara para comenzar el día? ¿Por qué si una patata frita es más crujiente que otra nos resulta más apetecible? ¿Por qué el color rojo en un alimento da la sensación de mayor dulzor?
Tiene que ver con algo que ya adelantábamos: comer es una experiencia sensorial que involucra los cinco sentidos (gusto, olfato, tacto, vista y oído). Analicemos cada uno bajo la perspectiva de su influencia en la elección, selección y expectativas de los alimentos que consumimos.
Comemos con los ojos
“Comer con los ojos” es una recurrente frase que se emplea para destacar la importancia de la presentación visual de los alimentos en la percepción y disfrute de la comida.
La vista es de todos los sentidos el que proporciona, siempre que no se tenga una patología visual, una primer contacto con el alimento. La forma, el volumen, el tamaño, el color o la presentación son evaluados con la vista y no pocas investigaciones han demostrado el efecto que sobre la percepción de los alimentos tiene este sentido. Los colores vibrantes y brillantes se asocian con alimentos frescos, mientras que los colores intensos en un postre hacen que se perciba como más dulce, aunque el nivel de azúcar no varíe.
Los platos bien presentados en armonía de colores formas y volúmenes provocan la sensación de alimentos más valiosos y sabrosos. Esto se debe a que nuestro cerebro asocia estas características con la calidad y genera una mayor satisfacción al comerlos.
El olfato, sabor invisible
Hasta el 80 % del valor que asociamos con el sabor de un alimento corresponde en realidad a su aroma. Cuando masticamos un alimento, se libera una serie de moléculas volátiles que viajan desde la boca hasta la nariz para estimular los receptores olfativos. Estas células envían impulsos nerviosos al cerebro que permiten identificar el alimento que estamos consumiendo. No olvidemos que, en los procesos catarrales, cuando perdemos el olfato, los alimentos no nos “saben” igual.
Pero, además, el olfato tiene un valor extra dentro de los sentidos, porque los aromas de los alimentos permiten evocar recuerdos y generan emociones que influyen en las preferencias alimentarias. Solo hay que pasar por una panadería y olfatear el aroma que se desprende de sus hornos para despertar el apetito y crear una sensación de anticipación y deseo, imaginando el sabor y la textura del pan recién horneado.
Del paladar al cerebro
Las papilas gustativas, células sensoriales que se encuentran en la boca, principalmente en la lengua, son capaces de identificar cinco sabores básicos: dulce, salado, ácido, amargo y umami. Cada uno de ellos activa diferentes receptores químicos que envían señales al cerebro, concretamente a la corteza gustativa. Allí, estos estímulos se integran con el resto procedente del olfato, la vista y el tacto, generando la experiencia gustativa completa.
Un primer bocado delicioso puede elevar nuestras expectativas para el resto de la comida, mientras que un sabor inicialmente desagradable puede hacernos rechazar un alimento por completo. Además, el gusto, al igual que el olfato, está estrechamente vinculado con las emociones y los recuerdos.
El tacto y el oído: texturas y sonidos para la satisfacción
Comer con las manos es una práctica social muy arraigada en diferentes culturas. Los panes planos del mundo árabe o las tortillas de América Latina no solo implican un acto de compartir una comida, sino que crean un sentido de comunidad y pertenencia. Comer con las manos nos permite tocar los alimentos y amplifica la conexión con los sabores y las texturas. La experiencia de comer una deliciosa y crujiente croqueta de jamón no es la misma si la cogemos con las manos que si empleamos cuchillo y tenedor.
No obstante, la textura de los alimentos se percibe mayoritariamente a través del tacto de la mucosa bucal. Alimentos cremosos, jugosos, secos, suaves o duros proporcionan sensaciones bucales diferentes que pueden hacer que un plato resulte más o menos apetecible.
El cerebro, a través de señales nerviosas y hormonales, interpreta estas texturas variadas como una experiencia más completa y satisfactoria, lo que puede contribuir a una sensación de saciedad rápida y duradera.
Por último, las sensaciones auditivas del entorno influyen en como percibimos los alimentos. Algunos chefs han incorporado sonidos ambientales específicos en el entorno de su comedor para incrementar la experiencia sensorial de los comensales. Un ejemplo más que conocido es la incorporación de sonidos marinos en los platos de mariscos o pescados para acercar la experiencia del mar al restaurante.
Pero las sensaciones auditivas más interesantes corresponden a los sonidos asociados con la comida, como el crujido de una galleta o el burbujeo de una bebida gaseosa. Una profesión curiosa es la de los ingenieros de sonido que trabajan con el objetivo de diseñar perfiles sonoros que mejoren la experiencia del consumidor, para crear y mejorar estos sonidos para que los productos sean más atractivos y apetitosos, contribuyendo al éxito de los productos en el mercado. Su búsqueda del “crujido de patata perfecto” es todo un desafío.
Purificación García Segovia, Catedrática de Tecnología de Alimentos, Universitat Politècnica de València