Resulta que echa uno cuentas y sale que madre cuidó a madre de madre más años de los que esta se responsabilizó de ella. Para que esto sucediera tuvieron que concurrir dos hechos. El primero, que madre se casara pronto, cosa que antes era costumbre. En segundo lugar, para cuando madre de madre era, ya, anciana, la longevidad vino a verla y se quedó con ella hasta la centena, por lo que dio tiempo a que las dos mujeres se reencontraran bajo el mismo techo y cambiaran las tornas. El resultado ya lo conocen, pues lo adelanté al comienzo.
Y en esto que, después de comer, me he acordado de tamaña paradoja y he caído en que no sólo madre de madre vivió muchos años, sino que hay más que lo logran. De hecho, si contamos a todas las personas que pasan de los ochenta y cinco años, el INE nos dice que son 1.597.299, que es un 3,4 por ciento del total de población. Echando la vista atrás, pongamos en el año 1971, sólo podríamos contar 187.261 personas con esa edad, el 0,55 por ciento del total de entonces.
Ese 3,4 por ciento (1.597.299) parece poca cosa, pero son algo más que los 1.469.954 jóvenes que están entre los veinticinco y los veintisiete años, por poner un ejemplo. Si uno lo piensa un rato, es una cifra de vértigo ¿Quieren una pista? Vayan a la playa una tarde de agosto de 5 a 7, asómense, de madrugada, a un «botellódromo» o acudan a una disco en fin de semana (cuando den por terminada la pandemia, claro está). Nadie duda de lo numerosos que son los jóvenes de veinticinco a veintisiete años, casi como los que brincan los ochenta y cinco.
La pirueta de madre es, ahora, complicada. Para ello habría que seguir casándose pronto. Si no es pasar por la vicaría, se acepta la emancipación, el irse a vivir juntos o uno «solico», que también se está bien. Es válida la independencia con perro incluido. Como esto no parece que vaya a mejorar (es más, tal vez empeore), se le antoja a uno imposible pensar que cuidaremos de madre más de lo que ella cuidó de nosotros. Más no. Ahora, algo sí, porque lo que sí camina con paso firme es la longevidad, la misma que vino a ver a madre de madre, hace ya casi treinta años.
¿Dónde están esas 1.597.299 personas? No frecuentan las redes sociales ni aparecen demasiado en la televisión. No son asiduas a los bares ni a las universidades, tampoco se prodigan en los supermercados. No trabajan, por lo que sus desplazamientos en metro, bus, moto o coche son esporádicos y, si exceptuamos los centros de salud, la plaza del pueblo o los hoteles en temporada baja, a este millón y medio largo sólo lo podemos encontrar en lo más íntimo de nuestras vidas que, por definición, lo mostramos más bien poco y, si decidimos compartirlo, será con ese alguien especial que no nos juzgará por ser humanos.
Madre de madre vivió veinte años en casa de madre, sin más obligaciones que disfrutar el sol del sur, acordarse de sus hijos y descansar de una vida dura, que por tener había tenido hasta posguerra. No era mujer de salir ni de ir a bares. Nunca mandó, ni quiso caprichos. Costó lo suyo desvestirla de ese luto que traen de serie las abuelas y no había mal que por bien no viniera. A madre de madre siempre la encontré en mi casa, dispuesta a quitar hierro al asunto de turno. No esperaría verla en el banco ni en la biblioteca de la facultad o en el pub, a la hora del café. El sabio de la tribu no tiene por costumbre moverse. No le es necesario.
Por qué no mostramos ese 1.597.299 tiene algunas explicaciones. No se enseñan las vergüenzas, sobre todo la que consiste en olvidar a quien daría la vida por nosotros. Pero hay razones mejores y más grandes. Las que crean los lugares comunes que nos definen como hijos: no se expone al público lo que se quiso mucho y se quiere aún más ahora, cuando se entienden las palabras y se valora el amor sin condiciones. Tendemos a preservar aquello que consideramos valioso, con un afán casi religioso, siendo innecesario mostrarlo. Los sabios no quieren publicidad, sino a su tribu. Por muchos años.