Hoy, 11 de febrero es el Día Internacional de la Mujer y la Niña en la Ciencia, una fecha establecida por la Asamblea General de las Naciones Unidas para promover el acceso, el empoderamiento y la participación plena y equitativa de las mujeres y las niñas en la ciencia. Actualmente y según datos de la UNESCO, solo el 28 por ciento de las personas que se dedican en el mundo a la investigación científica son mujeres y diversos estudios señalan que solo el 7 por ciento de las niñas y jóvenes menores de 15 años se ven en el futuro como científicas.
Así pues, la realidad es que los estudios superiores considerados STEM (Ciencia, Tecnología, Ingeniería y Matemáticas) siguen siendo una opción minoritaria para las mujeres. Podríamos caer en el error de pensar que es una decisión libre y exenta de condicionamientos, pero lo cierto es que esta elección está claramente relacionada con la falta de referentes femeninos en el ámbito científico y también con los estereotipos y la socialización. Desarrollaré estas ideas en las siguientes líneas.
Cuando alguien hace el ejercicio de pensar en una persona relevante en el mundo de la ciencia, de manera instintiva le viene a la mente un hombre. Si le pedimos explícitamente que piense en una científica, salvo excepciones, dará el nombre de Marie Curie o de Margarita Salas. ¿Es casualidad? La verdad es que no. Un reciente estudio sobre materiales educativos llevado a cabo en España revela que la aparición de mujeres en los libros de texto de todas las asignaturas de la Educación Secundaria Obligatoria se reduce de media a un 7,5 por ciento del total. Por tanto, las mujeres científicas no están en los libros y, por tanto, no están en el imaginario colectivo. No hay referentes femeninos en este ámbito y, sin ellos, no hay estímulos, ejemplos y espejos donde mirarse que impulsen a las niñas y jóvenes a dedicarse a la ciencia.
La injusticia mayor de este hecho radica en que, no es que no aparezcan mujeres científicas en los libros porque no las haya habido, sino porque sus contribuciones han sido silenciadas e invisibilizadas por la historia que, en la mayoría de las ocasiones es escrita por hombres.
Es cierto que en el nacimiento de la ciencia moderna, las mujeres tenían muy restringido su acceso a los estudios superiores. Las universidades europeas entre los siglos XII y XV tenían normalmente carácter clerical y vetaban el acceso de las mujeres y, posteriormente, siguió ocurriendo.
Aún así, a pesar de los obstáculos han sido muchísimas las mujeres que a lo largo de la historia y en todas las partes del mundo han realizado importantes descubrimientos y aportaciones a la ciencia que han sido invisibilizadas o cuya autoría ha recaído en sus compañeros de investigación o en sus parejas sentimentales. Por poner algunos ejemplos, podemos hablar de Mary Hunt. El mundo le agradece, con justa razón, a Fleming el descubrimiento de la penicilina, pero se olvida de darle las gracias a Mary Hunt, que es a quien le debemos que el medicamento haya podido producirse masivamente. O de la astrónoma Caroline Herschel, que ha pasado a la historia como la hermana de William Herschel, el descubridor del planeta Urano, obviando que ella descubrió nuevas nebulosas y cúmulos de estrellas y que fue la primera mujer en descubrir un cometa. O a Lise Meitner, que formó parte del equipo que descubrió la fisión nuclear que llevó a Otto Hahan a recibir un Premio Nobel del que ella quedó injustamente excluida.
Esta situación social tan extendida de discriminación hacia las mujeres científicas a lo largo de la historia recibe el nombre de “efecto Matilda”, en honor a la activista Matilda Joslyn Gage, que lo identificó y denunció ya en el siglo XIX. Supone, además de una profunda injusticia histórica, un daño más que considerable con las generaciones actuales y las venideras ya que, la falta de referentes, de mujeres en las que inspirarse, es un obstáculo para la generación de nuevas vocaciones científicas entre las niñas y las jóvenes de hoy y de mañana.
Y a esta falta de referentes hay que unirle los efectos de los estereotipos y de la socialización sexualizada, que hacen que las mujeres no lleguen al momento de elegir qué educación superior cursar en igualdad de condiciones que los hombres.
Desde el inicio, los diferentes juguetes que se ofrecen a niños y niñas, las cualidades que se valoran para uno u otro sexo, las expectativas que se ponen en ellos, condicionan la personalidad y el futuro. La profesora María Álvarez Lires, afirma en su estudio sobre mujeres científicas que las adolescentes y las niñas están sometidas a un doble mensaje social. Por un lado, se les dice que pueden llegar a ser lo que deseen porque ya no existen desigualdades legales (de tal manera que, si no alcanzan lo que desean, la responsabilidad es únicamente suya), pero por otro lado, se les sigue exigiendo que cumplan su papel de garantes de los afectos, cuidadoras de las enfermedades y responsables de las tareas domésticas, casi en exclusiva. Es un análisis perfecto de las presiones invisibles que genera el sistema patriarcal, a las que contribuyen la familia, los medios de comunicación, el lenguaje, el sistema educativo o la crianza.
Es así como, consecuencia de una socialización discriminatoria, a las mujeres se les inculca la autorrenuncia, acompañada de una inducción a mantenerse en el ámbito privado o de los cuidados. No es casualidad la gran predominancia de mujeres en estudios relacionados con la atención y los cuidados, como los sociosanitarios, el trabajo social o la educación infantil y primaria. De este modo, el sistema consigue crear la ficción de que son las mujeres quienes libremente renuncian a los espacios públicos y profesiones a las que suele atribuírseles la etiqueta masculina. No es por falta de ambición, ni de actitud o aptitud por parte de las mujeres. Es por androcentrismo, por machismo, por egoísmo. Y es justo cambiarlo.
Eso sí, también en la ciencia, como en casi todos los espacios, el sistema permite el acceso de mujeres hasta determinados niveles. Faltan mujeres en los puestos directivos, en la coordinación de investigaciones, en las cátedras de las universidades, pero no en los puestos bajos y medios, haciendo el trabajo necesario para que sus compañeros brillen. Un informe sobre el papel de las mujeres en la ciencia encargado por la Comisión Europea afirma en sus conclusiones que “las científicas europeas ocupan muy pocos puestos de decisión; sus trabajos a menudo se evalúan peor; obtienen menos fondos y becas para investigar; y están peor remuneradas que sus colegas masculinos”. Una vez más, el techo de cristal y el suelo pegajoso.
La pandemia nos ha enseñado la importancia de la ciencia y la investigación. Nuestra esperanza de vencer al virus está en las vacunas, que han llegado gracias al talento y la colaboración científica. Sin ciencia, sin investigación, la sociedad no progresa y por eso es imprescindible no prescindir de las mujeres en un ámbito tan relevante. Aún no son suficientes, pero sí importantes y meritorios los pasos que se están dando en este sentido y que creo es justo y alentador mencionar.
Así, la iniciativa ‘11 de febrero’ anima a celebrar actividades divulgativas sobre las mujeres y la ciencia a nivel internacional. Hay una web que aglutina todas las realizadas por distintas entidades de todo el mundo y es emocionante verlas todas juntas; el movimiento #NoMoreMatildas, iniciado por la Asociación de Mujeres Investigadoras y Tecnólogas, reivindica mayor presencia de científicas en los libros de texto y está siendo de gran importancia a la hora de dar a conocer las aportaciones de mujeres científicas a lo largo de la historia; el Instituto de la Mujer de Castilla-La Mancha cuenta con una exposición a disposición de centros educativos y otras entidades que visibiliza a mujeres científicas poco conocidas pero muy relevantes; numerosas editoriales están lanzándose a fomentar las vocaciones científicas entre las niñas a través de la publicación de libros infantiles que contribuyen a crear referentes. También es reseñable que en España, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas esté actualmente presidido por una mujer, por primera vez desde su creación en 1939 y que en nuestro país casi llegan al 40 por ciento las mujeres que cursan estudios STEM.
Como digo, son pasos esperanzadores, al que quiero sumar una experiencia realmente motivadora surgida de las aulas de un instituto público de la región, en la que tuve el honor de participar el año pasado. Las profesoras de todas las materias del Instituto Alejo Vera de Marchamalo, en Guadalajara, comenzaron hace unos años a dar clase el 11 de febrero caracterizadas como diferentes mujeres científicas de todos los tiempos. El objetivo era llamar la atención del alumnado y motivarles a conocer la vida y aportaciones de todas esas mujeres borradas de los libros. Lo que comenzó como una actividad espontánea de unas pocas profesoras se ha convertido ya en una fecha esperada en la que participa la práctica totalidad del centro y que permite de forma casi mágica que lleguen a las aulas a contar sus descubrimientos desde Agnódice a Maryam Mizakhani, pasando por Carolina Herschel, Lise Meitner, Jane Goodall, Valentina Tereshkova o Margarita Salas, entre otras.
Sin duda alguna, las aulas de nuestros colegios, institutos y universidades, son espacios de esperanza para el cambio que ha de venir y que debe suponer más igualdad y más justicia. Decía Margarita Salas: “hay que mejorar las condiciones sociales, compartir más las cargas familiares. Si se hace, en un futuro no muy lejano la mujer ocupará el lugar que le corresponde”. Trabajemos para que sea así. Feliz Día de la Mujer y la Niña en la Ciencia.