Lo habitual y normal en una democracia es que las leyes que un gobierno quiere poner en marcha se hagan con el correspondiente debate en las Cortes. Para ello el Gobierno elabora un Proyecto de Ley que remite a las Cortes y en ellas, cada partido expone sus puntos de vista, se presentan enmiendas que pueden llegar a hacerse en cada uno de sus artículos y, con estas enmiendas incorporadas o rechazadas, se debate su contenido y se somete a votación.
Frente a esta forma habitual de tramitar y aprobar las leyes existe otra formula que si bien también es democrática porque se contempla en nuestra Constitución, está reservado para situaciones de «extraordinaria y urgente necesidad». Es el decreto ley, en el que se simplifican al máximo los plazos, las enmiendas y el debate parlamentario, y entran inmediatamente en vigor tras su publicación en el BOE, generalmente al día siguiente de su aprobación en el Consejo de Ministros. Desde esta fecha, el Congreso dispone de 30 días para su convalidación o derogación. Pues bien, este último sistema -el del decreto-ley- que es menos democrático por ser menos participativo, ha sido el procedimiento legislativo favorito para Pedro Sánchez después que accediera al Gobierno por la moción de censura. Con este sistema, si un partido tiene mayoría absoluta en el Congreso puede llegar a transformarse en una autentica y verdadera dictadura aunque se esté, teóricamente, en una democracia.
Vienen estas consideraciones a colación porque el Gobierno Sánchez, de los 64 Consejos de Ministros que ha tenido, ha tramitado 37 Decretos-Leyes, frente a tan solo 14 proyectos de Ley. De ellos Sánchez solo ha visto un decreto-ley derogado: el del alquiler de enero de 2019, y ello porque Unidas Podemos, su socio de Gobierno, votó en contra. Concretamente, en los seis primeros meses el Gobierno de coalición, hubo un decreto-ley por semana con la particularidad de que antes de decretarse el estado de alarma no hubo “decretazos”.
El escenario o telón de fondo en el que ha tenido lugar esta forma de legislar ha sido el del estado de alarma. Desde el 14 de marzo de 2020, en que se decretó el primer estado de alarma hasta hoy, le siguieron 6 prórrogas, una cada quince días: 27 de marzo, 10 de abril, 24 de abril, 8 de mayo y 5 de junio. Y cada una de ellas, por cierto, salió adelante en el Parlamento con menor apoyo que la anterior. Los españoles, entre tanto, hemos vivido más de ocho meses en confinamiento, preocupados por nuestra salud o por si nos quedábamos sin empleo o si podíamos comer. Da la impresión de que esta desaforada carrera de Sánchez por promulgar tantos decretos-leyes la ha hecho para que los españoles, ocupados en cosas más urgentes, no tuvieran ocasión de enterarnos o de manifestar nuestra opinión.
Como muestra comparativa nos puede servir la consideración de que en los gobiernos de Felipe González hubo “cero” decretos-ley; en los de Aznar, 9; con Rodríguez Zapatero, 3; con Mariano Rajoy, 11; y con Pedro Sánchez, solo en algo más de un año, 37. Precisamente Felipe González ha criticado esta actitud de Sánchez afirmando que «no vale, porque no es una buena regla de convivencia que aprovechando la situación de pandemia se hagan decretos leyes o proyectos de leyes especiales alterando la normatividad ordinaria en este periodo de excepcionalidad».
La conclusión que se puede sacar de este comportamiento de Sánchez es que, dada la gravedad de la pandemia, ha tenido mucha urgencia en poner en marcha ciertas medidas que nos ayudasen a sobrellevarla y, efectivamente, hay algunos de esos decretos-leyes cuya urgencia está justificada, pero la gran mayoría de ellos no los consideramos tales. Sirvan de muestra; la exhumación de Franco, la renovación del Consejo de Administración y presidencia de RTVE, designando a Rosa María Mateo como presidenta; ‘colar’ a Pablo Iglesias en la Comisión Delegada del Gobierno para Asuntos de Inteligencia (CNI), por no hablar de la lay Celáa y la eutanasia. Todos estos decretazos han sido fuertemente criticados por la oposición de derechas y centro derecha y lo ha sido por dos razones: en unos casos porque el Gobierno no ha contado con ellos para adoptar las medidas necesarias para afrontar las consecuencias de la pandemia; y, en otros, porque leyes de tanto calado habría sido conveniente y necesario que se hubiera oído a los agentes sociales implicados.
Ante este comportamiento tan poco transparente y participativo de Sánchez nos preguntamos si ¿no querrá, en compañía de su socio Iglesias, hacer una revolución desde arriba, mientras los españoles, absorbidos por la preocupación generada por la pandemia, permanecemos calladitos y sin molestarle?