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domingo, 17 noviembre
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Pregón de la Romería 2017

Pregón de la Romería 2017

Muy buenas noches. Miembros de la Hermandad de la Virgen de las Viñas, autoridades, devotos, amigos, amigas y a todos los que generosamente nos acompañan en esta noche tan especial.

Quiero dar, en primer lugar, las gracias a Dios por estar aquí y la enhorabuena a Gregorio Moreno, el mejor Mayoral posible.

Puede sonar a tópico pero para este que les habla, como tomellosero, como alguien que se siente de esta ciudad, de Tomelloso, que vive y bebe en ella y de ella, hay pocos honores mayores que ser el Pregonero de la Romería de la Virgen de las Viñas. Cualquier calificativo se queda corto y eso es difícil dado que uno tiene la tendencia a abusar sin manos de los adjetivos, como comprobarán ustedes esta noche.

Cuando echo la vista atrás y contemplo a los que me han precedido en este ambón, siento un escalofrío por el espinazo, mezcla de admiración y de duda ¿seré capaz de que no se note la enorme distancia que me separa de ellos? ¿Podré, al menos, parecerme a los hombres y mujeres que desde este lugar han proclamado su veneración a nuestra Patrona?

Os quiero confesar (si me permitís que os tutee) que cuando recibí la llamada de José Márquez, el presidente de la Hermandad de la Virgen de las Viñas, para comunicarme que habían cometido la locura de elegirme para pregonar la romería, fue uno de los momentos más felices de mi vida. Sin ninguna duda.

A partir de que asimilé la noticia, claro, porque durante los diez primeros días no me llegaba la camisa al cuerpo. Menuda responsabilidad.

Mentalmente no sé cuántos pregones construí en esos días que os digo, en esas noches, más bien. Porque no creáis que me dormía a las primeras de cambio, no. En mi cabeza le daba forma a sesudos párrafos y a construcciones literarias y gramaticales perfectas.

¡Menudos discursos me salían del magín! Pero a la hora de plasmarlos, negro sobre blanco, siempre cojeaban. Les faltaba algo.

Y haciéndole caso a un buen amigo eché mi cuarto a espadas y tiré por la calle de en medio, por la de los sentimientos.

De esa forma me he propuesto mostrar mi sentir y hablar desde la verdad de mi corazón. Tened en cuenta que el oficio de escribir historias traspasa con mucha frecuencia la linde la mentira. Pero hoy, en este viernes de abril, cuando las vides muestran la mano de Dios y el verde de la esperanza decora nuestros campos, me presentó ante María de las Viñas y ante vosotros, desnudo, sin trampantojos ni adornos.

Así que no queda otra que encomendarnos a nuestra Patrona y a vuestra benevolencia y comenzar el pregón.

Torre de Gazate Airén

La vocación mariana de Tomelloso, una ciudad  a la que todos tachamos de poco religiosa, está fuera de duda. Así, aceptamos una advocación extraña (en cuanto a su procedencia). Una virgen norteña, castellana, ascética, de Burgos nada menos. Que vino a aplacar una querella ¡y por Dios que lo hizo!

A esa virgen, que venía del norte, como digo, la acogimos, como siempre hacemos con el que llega a esta tierra. Sin preguntarle de dónde venía. Sin juicios previos. Tomelloso no tiene murallas, ni ha tenido nunca. Bueno, según cuenta García Pavón en la Historia de Tomelloso tuvo un fortín en una de las Guerras Carlistas, de madera y con poco fuste. Pero, a lo que vamos, que este pueblo no ha estado nunca circunvalado por murallas. Al contrario, ha estado rodeado de caminos y veredas, en una planicie que se vislumbra a muchas leguas de distancia. Aquí está todo a la vista. Esa circunstancia, creo yo, nos ha hecho confiados y acogedores. Eso nos hace ser tradicionales, pero no tradicionalistas y ser clásicos, pero no clasistas.

Como digo, recibimos a aquella imagen —a esta que nos contempla— con los brazos abiertos. Al poco, la Virgen de las Viñas y su “niñete” ya eran de los nuestros.

Dije que Tomelloso es una ciudad poco religiosa y no es una contradicción afirmar que somos muy creyentes. La devoción a María de nuestro pueblo es conmovedora. Sin ninguna duda, sin etiquetas, de corazón.

Acudimos a María de las Viñas y nos ponemos bajo su manto para que interceda por nosotros, pobres humanos, equivocados y errantes, a su hijo. Y lo hacemos aun sabiendo que el amor de Cristo por nosotros es tan grande que no le hace falta mediación, simplemente por nuestra fe en María de las Viñas.

Y antes lo hicimos con la Asunción o con la Virgen de Peñarroya porque desde el principio entendimos, nosotros descreídos, rudos viñeros y trabajadores incansables, como aquellos galileos hijos del trueno, que María es solo una.

Con nuestra escasa religiosidad, desde el principio empezamos a hablarle como a una madre, que lo es.

Voy a hacer un inciso, nada o poco políticamente correcto.

Como todos sabéis en esta celebración hay (desde siempre) una dicotomía entre la fiesta y la religiosidad. Las carrozas, las carpas y la juerga en contraposición a la Romería más litúrgica, por no repetir la palabra religiosa.

Uno cree que se trata de una discusión falsa. O si no, fijaos como Jesús celebraba cada una de las fiestas. Con alegría desmedida, como si no hubiese mañana.

Lógicamente con moderación, claro, lejos está de mí el justificar las malas formas y los excesos de unos pocos.

Pero os digo que la mayoría de estos jóvenes, a los que algunos tanto criticamos, están festejando a la Virgen de las Viñas, celebrando y honrando a su patrona de la manera que saben, con la alegría de la juventud.  El domingo, todos y cada uno de ellos, cuando regresen de Pinilla, en la plaza, ofrecerán ilusionados sus presentes a nuestra Patrona, su ramo o su detalle y gritarán vivas a la Virgen de las Viñas.

María de las Viñas tiene, sin ninguna duda, un rostro acogedor, consolador, alegre, entregado, sincero, protector, brillante, hermoso, maternal, misericordioso, conciliador, cercano, preciso, sereno…

El artista o nuestros ojos le han otorgado una cara de madre en toda la extensión de la palabra.

Mi relación con la Virgen de las Viñas comenzó, como ha pasado y pasará con muchos tomelloseros, a través de mi madre.

Ella participó en la romería desde la primera, la organizada por las mujeres de Tomelloso en aquel primer domingo de mayo que llovió lo que no está escrito.

Una joven Luisa aparecía en las fotos de entonces, llegando a una plaza de color sepia, en aquel tiempo amarillo, que dijo el poeta Miguel Hernández. (Algún día, se pondrá el tiempo amarillo sobre mi fotografía).

Mi madre (mama, ya sabéis) tenía una fe induvitativa. El amor a nuestra patrona fue, durante toda su corta vida, inmarcesible, esto es inmarchitable.

¿Os fijáis en lo que os adelantaba de los adjetivos?

Uno echa de menos esa convicción, ese amor tan grande como su sonrisa y su corazón. Esa certeza innegable, incuestionable, inamovible, fabulosa, me atrevería a decir.

Luisa, mi madre, llevaba siempre presente a la Virgen de las Viñas. Como ella asumió su destino y desde casi recién nacida dedicó su vida, escasa os lo recuerdo, al servicio de los demás, a hacer el bien.

Qué feliz estaría este viernes.

Con apenas 5 años comenzó a irse, empezaron a llevársela mejor dicho, al campo para hacerle compaña a su padre. Y ya no paró de hacer el bien, ni en su último día.

Fueron unos pocos más de 50 años de sonrisas, servicio, paciencia y amor. Pasó por este mundo, como os digo, haciendo el bien y sin dar un ruido.

Os juro que este viernes es la más feliz del Cielo.

Como estoy seguro que lo son, ahora mismo, las mujeres de mi vida, aquí presentes. Uno ha tenido la suerte, porque es una suerte que pocas personas tienen, de estar rodeado de mujeres.

Mi mujer, Mari Carmen, es, sin ninguna duda, la culpable de que esté aquí, ante vosotros y la Virgen de las Viñas intentando construir un pregón. Una mujer que ha luchado (y lo sigue haciendo) como una jabata por sacar a su familia adelante, tirando del carro, poniéndose en el lugar de los bueyes y con dolor de tripas de tanto hacerlas corazón. Y movida, como María y Luisa, únicamente por el amor.

Y qué decir de Mari Carmen y Marisa, dos hijas preciosas, listas, rebeldes, inquietas…El amor y la niña de los ojos de su pronto anciano padre.

Hay que ver la suerte que he tenido con las mujeres que he encontrado en mi vida, con todas.

A lo que iba. A uno le llega su fervor hacia la Virgen de las Viñas, como os contaba, gracias a mi madre. Ella y solo ella es la responsable de que cuando voy a Pinilla tenga que, inexcusablemente ir a ver a la Virgen. Por cierto, que a mí Pinilla me huele a hornazo, al dulce olor del azúcar mezclado con el confortable aroma de la yema de huevo. Se trata de uno de esos olores de la niñez que cuando por alguna casualidad los recuerda el cerebro nos hacen estremecer.

Esto me trae a la memoria a San Marcos, el viejo león siempre ha estado ahí en medio, unas veces antes y otras después de la Romería, pero siempre necesario en nuestro caminar romero.

La Romería de la Virgen de las Viñas es una de esas fechas señaladas. Seguramente el día más importante para Tomelloso y los tomelloseros.

Pero muy pronto me quedé fuera de ella, de la Romería digo. Como una suerte de Moisés venido a menos, solo llegaba casi a las puertas de Pinilla.

Me quedaba en la mitad del camino. Durante diez largos años la fiesta fue para mí una fila de autos sin principio ni fin, pero con una ramificación al surtidor donde trabajaba. ¿Cuánto le pongo? Échame mil pesetas, mismo.

Alguna que otra vez me dejaron escapar, pero ya era tarde, casi todo había pasado. Incluso una vez hicimos una carroza. Un episodio que merece la pena ser relatado.

Fue, seguramente la carroza más destartalada que ha desfilado nunca por delante de nuestra patrona. Hicimos una estructura con puntales de esos de las obras, unidos por alambre y con cuatro ramas de pino mal contadas. Hay que tener en cuenta que era al principio de los años ochenta y el ecologismo, entonces incipiente, había llegado con fuerza y ¡menudos éramos nosotros! Por ello colocamos las cuatro ramas, pongamos que fueran cinco, estratégicamente situadas logrando que diese el sol en toda la superficie del remolque. Uno muy grande, lo recuerdo, por el que solo asomábamos la cabeza. Era de los primeros de aquellos en los que cabía la cosecha de una viña de dos fanegas.

La carroza tuvimos que erigirla dos veces. La primera no calculamos la altura de las portadas de la bodega (diferencial, le decíamos) donde la construimos y hubo de derribarla para poder salir. En honor a la verdad hay que decir que no fue un esfuerzo sobrehumano, quía, el echar a tierra la construcción. Menos mal que probamos el sábado, si lo hacemos el día de la romería, no llegamos. Para la segunda edificación buscamos un solar con las portadas hasta el cielo, más o menos.

Todos sabíamos que aquello a lo que pretenciosamente llamábamos “carroza de verde” no iba a durar, ni mucho menos, el domingo completo.

Pero al menos aguantó lo suficiente para hacerle llegar nuestros ¡vivas! a la Virgen.

Y tras esa travesía por el desierto que os he contado antes, por fin regresé a la Romería. Y me sucedió algo que seguramente os ha pasado a todos, resultó como cuando llevas mucho tiempo sin ver a un buen amigo y te reencuentras con él, que parece que no haya pasado el tiempo.

Y lo mejor fue que no volví solo, lo hice en la mejor compañía.

Os cuento. Mi madre volvía con la Virgen cada último domingo de abril. Cuando se marchó para alegrar el Cielo con su sonrisa, Mari Carmen y un servidor vuestro cogimos el relevo.

Y aguantamos durante muchos años. A pesar de que la vida se puso en muchas ocasiones cuesta arriba, del color de la panza de las hormigas o más oscura, María de las Viñas nos iluminaba el último domingo de abril con su sonrisa.

Nos unía, si pintaban bastos, para pasar, al menos un par de horas, juntos, caminando al lado de Ella, con la alegría indescriptible que produce el sonido de sus campanillas.

Oyendo esa música, ese tintineo reconfortante y sereno, y andando junto a la Virgen nada malo puede pasar. No solo junto a la imagen de la Virgen de las Viñas, junto a María, la madre de Jesús, la que vio —igual que muchas madres durante toda la historia del mundo— como se llevaban a su hijo al matadero atado a un palo y a fuerza de golpes.

Y al lado de la mía, de Luisa, que estoy seguro, cada primavera sigue acompañando a su Virgen de las Viñas en su  caminar al pueblo.

Y ahora estamos aquí, subidos al altar de la iglesia, que como todos sabéis es como nombramos cariñosamente los del pueblo a la parroquia de La Asunción.

Cuando echo la vista atrás (y os confieso que no lo hago con mucha frecuencia) solo puedo dar gracias a Dios y a la Virgen de las Viñas. Pocas personas pueden disfrutar de una segunda oportunidad en la vida. Esa suerte, esa grandiosa suerte, me ha sido concedida. Y encima, hacer lo que a uno le gusta y tener a su lado a las personas que más quiere.

Muchas veces me pregunto si soy digno de tantas bendiciones.

En estos pocos últimos años, en los de este oficio que dios nos ha dado, el de escribir historias y el de contar noticias, he conocido la Romería de la Virgen de las Viñas de otra manera.

He descubierto que detrás de todas estas celebraciones hay personas que ponen su tiempo, su hacienda y su prestigio para que puedan llevarse a cabo.

Gentes, del pueblo y de pueblo, que les mueve su fervor hacia la Virgen de las Viñas y su amor a Tomelloso. Que con una sonrisa en la boca (la mayoría de las ocasiones) trabajan, de corazón, para que tenga lugar la fiesta más importante de nuestra ciudad.

He visto a tíos más grandes que un templo abrazarse y llorar al llegar a la plaza, emocionados. Gentes que aguantaban chuzos de punta, impertérritos, con una blusa como impermeable, recogiendo los ramos de flores de los romeros mientras el cielo se caía sobre sus cabezas.

He conocido, de primera mano, los anhelos, nervios, preocupaciones, desazones, trabajos, deseos de un grupo de hombres y mujeres a los que solo mueve su amor a la Virgen y Tomelloso. He visto como, algunas veces acababan como los músicos de Urda, reventados y sin dar gusto. Como algunos pagaban con las peores críticas su trabajo.

He llorado en los pregones, he reído de camino a Pinilla y he mirado al cielo preocupado.

También he conocido a gente, a mucha gente, anónima, como la mujer que guía este pregón, que sienten a la Virgen de las Viñas como algo suyo. Con un fervor en el que se apoyan como si fuese un cayado, como un bastón divino, para poder aguantar los envites de la vida y seguir tirando, otro día, encomendadas al rostro misericordioso de la Madre de Dios.

Me he quedado admirado de la fe, la piedad, el fervor, pero sobre todo, del amor de tanta gente buena, esa que unida crea la solidaridad, que es lo que nos permite vivir en estos tiempos difíciles. Como escribí en una ocasión, esa hermandad que formamos los hombres y mujeres pequeños, de existencias y grises y de historias mínimas. El vecino que te deja algo, y tú le dejas algo. El panadero que apunta y apunta en la libreta, que no pregunta y nunca falta la bolsa con las barras colgadas del pomo de la puerta, porque “el pan es sagrado”. Ese que sonríe y no juzga, el otro que nos da (o al que damos) una palmada de ánimo en la espalda.

Y, como os digo, solo puedo darle gracias a Dios por ser tan afortunado.

El domingo, disfrutad. Todo lo que podías. Dejad atrás las rencillas y las preocupaciones, dad besos, abrazad, buscad a aquel o aquella con la que lleváis no se sabe cuanto reñidos, tanto que, seguro, ni os acordáis el porqué. Sed felices, el odio y el rencor nos alejan de la felicidad. Perdonad vosotros. El perdón es un acto egoísta, reconforta, engrandece y nos hace ser mejores personas.

Y después, cuando estéis limpios de odio. Id  a disfrutar de la Romería. Agasajad a María de las Viñas, disfrutadla, sentidla, amadla, escuchadla.

Yo me pondré, junto al tablado de la plaza, esta vez como pregonero, nada menos. Como siempre, esperando encontrar la dulce sonrisa de Luisa entrando a la plaza.

¡¡¡VIVA LA VIRGEN DE LAS VIÑAS!!!

Francisco Navarro Navarro

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