Para Sylvia Plath
y Anne Sexton.
En su mundo
la belleza está siempre
en el poso de la bebida más amarga.
Sus voces de delgado alambre
llaman a gritos a la muerte,
la seducen con versos nocturnos
sobre la felicidad imposible,
y los modos de matarla si una vez
llegase a ocurrir.
Nada las asusta,
porque no se teme al deseo
que está al alcance de la mano.
Sus palabras besan las yemas de los dedos
donde más tarde clavan alfileres.
Los amaneceres tuertos o lisiados
ellas no se levantan,
ni comen,
ni fornican,
sólo toman aire suave y desganadamente
y escriben sueños o amores que nunca cumplirán.
A cada rato incendian el día
con la ilusión de no tener que repetirlo,
pero el fuego les quema los párpados,
castigadas a mirar
sin escape ni descanso.
Son la mancha de tinta que muerde el papel,
la savia en los troncos heridos,
la sangre que corre por las piernas durante un parto.
Sus cuadernos inventan escalas
con las que alzarse por encima del tumulto,
un rumor que sólo existe en sus oídos.
Si se muestran de perfil
viven la una en la otra,
el labio dentro del labio,
hueso sobre hueso.
Dos mujeres para un mismo ataúd.
Su ausencia es la piel insignificante que falta en las heridas,
el hilo de humo que irrita los ojos,
la gota que descarrila del vaso.
Hoy sus libros, sus diarios, sus cartas de letra suicida,
nos salvan durante un instante
de nosotros mismos.
Para algunos,
es lo único que surte efecto.
Insuficiente
para quienes no acostumbran a rezar
antes de dormir.
“Las Ausentes”, de Pilar Merino Martínez
Premio Local de Poesía "Ángel López Martínez" de la Fiesta de las Letras