PISO TOMADO
Aquel poema apenas si es que daba a la calle,
sólo a un patio de luz. Y no lo quise.
Yo buscaba otra cosa.
Había vivido siempre en uno de esos
poemas sin garaje ni ascensor
de los de renta antigua
que daba a Bécquer treinta y siete, esquina
Martínez de la Rosa.
Y no estaba dispuesto a soportarlo.
Hasta que di con este e hipotequé mi vida.
Reconozco que paro poco en él
pero podéis entrar, la puerta está entreabierta.
Pasad y echadle un ojo. En la terraza
tengo esta planta de onomatopeyas.
Y esta escalera métrica
sin otro pasamanos que la rima.
Y un perro que paladra; ahí lo tenéis.
Y esta silla sentada que pretende
ser silla para siempre y no consiente
levantarse de ser. Y en la cocina
también otra receta de ceros al cociente.
Un poema distinto, sin grietas ni humedades,
del que pagué ya parte de sus letras
-sí, contadlas-
y aún me quedan, al menos, trescientas por pagar.
Y nada más, amigos. Gracias por la visita.
CLEPSIDRA
No escribiré una sílaba ya más
sin admitir que doy,
amor, pasos con cada
palabra que yo escribo hacia la muerte.
Nada me arrastra en cambio.
Nada me empuja, amor, hacia el abismo.
Que soy yo el que sin prisas,
dejándome llevar de mi tardanza,
vive de este escribir sin que ella sepa
la viva sinrazón de mi retraso.
Vivir de retrasarse en cada verso.
Detenerse en la urgencia de lo escrito.
No escribir y así darle
de vivir a la vida mientras ella
desespera en las sombras
aguardando a que acabe
ya de una vez por todas este juego,
a que se agote, amor, y por mi mano,
la tinta con que escribo
mis días más felices,
las letras de tu nombre,
la clepsidra terrible del bolígrafo.
CADA MAÑANA
Cuando, cada mañana,
mi mujer se levanta arrepentida
de mi sueño y empuña
el secador frente al espejo
batiendo el pelo rubio que aún enhebra
su juventud, os juro
que redime la imagen del suicida.
CAPITALISMO ABISAL
Si así como la tierra, un día dijesen
a repartir también el mar entre los hombres,
a mí me tocarían siete mil metros cúbicos
de estepas de coral y pan salobre.
Y un caballo de mar, yo aguateniente
ahuyentando a los buzos que, furtivos,
saquearan mis costas, la ley del arrecife.
Eso sí,
tendría una burbuja por pecera
con crías de ratones,
me apuntaría a un cursillo de anfibio en el verano
y pagaría mis deudas con gotas de agua dulce.
Si eso llega algún día,
no tengo empacho alguno en afiliarme al pecio
sagrado de la herrumbre
y prestarme a cantar el himno de los náufragos,
curándome en salud así
del acecho maldito de las revoluciones.
UROBOROS
Igual que las serpientes, que mudan de camisa,
yo aprendí de pequeño
la fórmula perfecta de las revoluciones,
esas en que los verbos son capaces
de hacerte ver el mundo también desde su envés.
No tuve otros mentores que aquellos calcetines
que se daban la vuelta comiéndose a sí mismos.
Y empecé por mis uñas, esa escama del ser
en la que afila el hombre su codicia.
Nada me hacía renunciar a ellas,
por más que mis maestros castigasen
el vicio con quinina.
Y así fui noche a noche comiéndome la mano,
sin que mis compañeros advirtieran
la crueldad de mi lucha, el turbio sueño
con que me devoraba, esa
horrible pesadilla que llaman Uroboros
y que me desvelaba en mitad de lo oscuro,
caníbal yo de mi, creciendo
de aquello mismo mío que comía.
Sé bien que no soy ya el que era.
Soy un hombre distinto, nacido del que fui
y vuelto del revés, que mira el mundo
de espaldas a su abismo
y a través de este azogue ruin de las palabras
en el que Dios también se mira,
comunión de sí mismo, trigo de la metáfora,
para saberse cierto en boca de los hombres.