Dentro de las actividades organizadas por Elder Plaza, el pasado viernes por la tarde tuvo lugar una visita guiada al Museo López Torres de Tomelloso, conducida por Ricardo Ortega.
El museo es muy importante para la ciudad pues en él se expone la obra de una de las figuras artísticas más importantes de Tomelloso: Antonio López Torres, anunciaba a modo de introducción.
Ricardo comienza por la planta baja, dónde están los dibujos. Va explicando la historia de ese hijo de agricultores que sabía dibujar y al que gracias al empeño de Ángel Andrade, consigue poder estudiar Bellas Artes.
Nuestro cicerone nos va relatando la peripecia vital de este hombre menudo y huraño al que los de cierta edad nos acostumbramos a verlo por Tomelloso con la luenga barba, el guardapolvos ornado de pintura y llevando en el porta de la bicicleta los atalajes de su oficio.
La temporalización de los dibujos hace que la calidad de ellos vaya in crescendo, Ricardo se para, explica, relata, sonríe y cuenta a sus parroquianos que López Torres sabía pintar el calor de La Mancha. Los dibujos se van optimizando, usando menos trazos, menos trampantojos, yendo a lo directo.
En la segunda planta está la pintura, el color. Un vinatero —del que Ricardo sabe el nombre, y lo dice—, mueve una bomba en una cueva pintada por un incipiente y autodidacta pintor que es capaz de solucionar, intuitivamente, una complicada perspectiva. La galería de doña Rita, le leen, tiene de todo, hasta piano y collares, pero no sabe leer, ¿para qué? La efigie de la abuela Juana, señorial y con hechuras de matrona griega a pesar del pañuelo de yerbas sobre los hombros.
Palma azulada, suave, mínima, da paso a la rotundidad del ocre y el agobio de la calima sobre el infinito horizonte manchego. Y es que López Torres, a pesar de esa universalidad venida a menos que le han dado —explica Ricardo— es un pintor manchego: el pintor de La Mancha.
Niños, muchos niños con alpargatas, botas rotas, americanas grandes, recogiendo hierba, sacando agua, trillando, (o tal vez no), jugando a las bolas, con caras de viejo. Como seguramente eran aquellas criaturas en la posguerra.
Llegamos al último cuadro y nuestro erudito guía anima a que revitalicemos las figura de López Torres y su museo, que lo mantengamos vivo y dinámico. Para que siga siendo el templo de uno de los mejores pintores que ha dado esta tierra y no “el museo de un viejo que pintaba”.