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sábado, 20 abril

El encaje de Bruselas: un crimen futuro, por F. Navarro

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De todo lo malo, lo peor que le pueda pasar a un hombre es irse convenciendo poco a poco de que es un inútil, de que no vale para nada. Si se convence de golpe, a lo loco como si dijésemos, no hay peligro. Cualquier mañana se le volverá a olvidar. Que se vaya convenciendo despacio, con cuidado, a recalcamaza y no habrá nadie que le quite esa idea de la cabeza. Enflacará con el tiempo, le aclarará la color y dejará de dormir por las noches. El insomnio es el mal de los criminales y de los desterrados (hijos de Eva).

Bruselas es, en invierno, un pueblo triste y oscuro, con las farolas encendidas a las cuatro de la tarde, con tiendas de encajes (de Binche, Brujas, Malinas y del mismo Bruselas), con acordeones  melancólicos,  guitarras lamentosas y cafés sin humo. En las ventanas de las casas dejan un poco descorridos los visillos, para que se vea el geranio, o un jarrón. Todos los visillos tienen puntillas de encaje. En los cafetines de Ixelles ponen festones, también de encaje, sobre los veladores, bajo esas redomas con agua tan características y, seguramente, importadas de París.

Los domingos al medio día, las calles aledañas a las Galerías Reales San Huberto, se llenan de bruselenses cogidos del brazo, ellos con bigote y sombrero y ellas abnegadas y satisfechas tras lustros moviendo bolillos para tejer el dote. Buscan algún restaurante donde comer mejillones, que es el menú de los días de fiesta.  En una de esas casas de comida trabaja una asturiana que disimula su origen a los compatriotas. Cuando algún español se sienta a manducar ella fuerza la pronunciación. Pero se le nota de dónde es, el obligatorio y urbano “s’il vous plait” del final de cada petición lo dice con retintín.

Vive también en Ixeles, como los festones de los cafetines, Cortázar y Audrey Hepburn, en un piso que parece el de Irma la dulce, cerca de la Place Flagey. Su compañero es un amberino luterano, rubio que fue viajante de farmacia y ahora está parado. No están casados y prepara, muy bien preparado, el café, echando la dosis justa. Por lo demás es un tipo intratable, que se ha convencido poco a poco de su inutilidad y odia al cuñado, que vive con ellos. El hermano de la camarera trabaja en el Circo Real haciendo un número de transformismo: empieza vestido de Barbra Streisand y pasando por todas las estrellas femeninas de la canción, acaba de Edith Piaf, cantado el “Je ne regrette rien”, como venganza a los de la aldea, que se cachondeaban de él por mirarse tanto en el espejo.

La almohadilla donde se hace el encaje se llama mundillo. En Almagro, igual que en Bruselas, las mujeres son abnegadas a ritmo de bolillo. En Almagro hubo un ciego, Recuero, que curaba las picaduras de araña cantando tarantelas. También resucitaba a los muertos mediante fandangos, jotas y seguidillas. Otro Recuero llegó a ser jefe de policía en la ciudad de los Fúcares. Tenía la mala costumbre de dirigirse, vestido de uniforme, a pedir fuego a quien pasaba. Lo que siempre producía azoramiento en el requerido. Los guardias municipales tienen prohibido por su conciencia pedir fuego a los peatones, como bien le señaló el jefe Plinio de Tomelloso.

La camarera acabará muerta, en un futuro y triste invierno bruselense, a manos del ex visitador médico,  con las farolas de la calle prendidas. El artista se enrolará en el Circo del Sol unos meses antes; librará la pellica. El asesino acabará delante de un comisario, flamenco como él, que constantemente pide fuego.

Pero aún no lo saben. Ahora es un  domingo por la noche, veraniego. Los tres disfrutan de las “moules”  que la asturiana ha traído del restaurante. Ya llegará el invierno.

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