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miércoles, 24 abril
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Comprando en los chinos, por F. Navarro

Lotoazul

La tarde de un sábado veraniego, bochornoso, con el aturdimiento y el odio a todo el género humano propio de la media hora de siesta anterior, dedicada a reparaciones domésticas. Hay cosas peores… O no.

Necesitaban hacer algunas compras, fueron a un hipermercado, durante el trayecto el aire acondicionado del auto les refrescó y templó los ánimos. Adquirieron casi todo. Precisaban una rasqueta para limpiar la placa de vitrocerámica de la cocina. Uno de esos mangos de plástico en los que va montado una cuchilla de afeitar, como las que usaba su padre, metidas en cajitas y envueltas en papel vegetal y que colocaba en el cabezal de una maquinilla que se abría girando el mango; siempre le parecía la apertura de una nave espacial. Mientras desechaba los modelos que vendía la gran superficie, recordó que su padre cuando se afeitaba se colocaba sobre los hombros algo parecido a un babero, pero de gasa y colocado al revés. No sabía como se llamaba. Optaron por no comprar de ahí el rascador y convinieron ir a un establecimiento de los que habían instalado comerciantes chinos en el extrarradio.

Llegaron a lo que hasta hace poco habían sido las naves de un almacén de hierro. La entrada está avisada por un cartel de cartón, manuscrito, colocado en un pórtico. El piso de cemento, sin aire acondicionado, largas filas de estantes con los géneros expuestos, primero la ropa. Una mujer con la cabeza cubierta tría en silencio prendas, cuando encuentra algo que le gusta descuelga la percha y la muestra al que debe ser su esposo, bajando la mirada, éste da o no la aprobación con un gesto. Hace demasiado calor, huele a sudor, suena una aguda canción con la melodía sincopada y la voz cacofónica. Ella pregunta por el rascador a una oriental excesivamente gruesa para arquetipo.

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—Ha dicho que frente a las sartenes, en el siguiente pasillo.

—En las sartenes han puesto un nombre que yo no quiero mirar. —contesta él.

—Francisco alegre y olé. —remata ella.

Estuvieron un rato decidiendo cual de las herramientas compraban dada la variedad de modelos y precios. Optaron por una panoplia con tres útiles y varias cuchillas de repuesto que parecía la elección más barata. Seguía sonando la horrible canción. Tal vez fuese otra. Él avanza un par de pasillos curioseando, buscando algo que todavía no sabe que es. Se entretiene con feísimos objetos de dudosa utilidad; figuras religiosas, heréticas o blasfemas; cuadernos que parecen usados y juguetes como espadas de Damocles.

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De pronto echa de menos a ella. La busca, anda por el centro mirando a izquierda y derecha de los inmensos pasillos de estanterías. Llega a la zona de la ropa donde está la misma pareja. Vuelve sobre sus pasos haciendo el mismo recorrido en sentido contrario, no la ve. Se cruza con una decena de chinos, todos sonrientes; también con la que les dijo donde estaban los rascadores de cuchilla. Considera las sonrisas falsas e impostadas, algo esconden. Hace el recorrido por la parte delantera de las estanterías. Pasa por la caja, la música sale de un aparato sacado de una pesadilla: un cubo lleno de luces de las que refulgen colores no admitidos, por perjudiciales, en el espectro cromático. Le sudan las manos. Hay unas pantallas de plasma en las que se ve la tienda en cientos de cuadrados a la vez, una matriz de imágenes todas con vida propia, intenta encontrarla mas no la ve.

Los chinos siguen sonriendo con esa mueca de duro sevillano. Está reventado, ha recorrido el almacén siete veces, en todas direcciones; tiene la boca seca, suda, le duele la cabeza. No la encuentra. Se detiene un segundo y piensa. La tienen ellos, concluye. Los chinos han secuestrado a mi mujer, dios sepa con que intención, pero conmigo van a llegar a tiempo. Frenéticamente se dirige a la estantería del menaje de cocina y echa mano de un cuchillo jamonero. Al final del pasillo ve a la obesa oriental y se dirige a ella con rapidez y blandiendo el hierro. No le pregunto, va pensando, directamente le corto el cuello, así aviso a los otros con quien se juegan los cuartos. La asiática le espera sonriente al final del pasillo, esa maldita sonrisa.

Completamente cegado por el odio y el calor y cuando está llegando a la mandarina propiciatoria, del ultimo pasillo perpendicular sale su mujer, chocando ambos.

—¿Dónde vas con ese cuchillo?

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—A preguntarle el precio a esta simpática chinita.

—¿Es que no ves que lo tiene puesto? —inquiere— Además, ya tenemos cuchillo jamonero, lo que no tenemos es pernil.

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