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martes, 23 abril
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“El Beat”, de Ángel Olmedo Jiménez

Premio Local de Narraciones “Félix Grande” de la LXVII Fiesta de las Letras

“El Beat”, de Ángel Olmedo Jiménez

-“Chico. Vete a dormir a casa”.

Bogas Bus

Era la voz de Ricardo, mientras levantaba la cabeza de la barra de madera del Beat.
De fondo, Miles Davis engrandecía el timbrar de su trompeta en Summertime, aunque he de reconocer que a mis oídos el sonido llegaba terriblemente edulcorado, casi como si estuviera siendo retransmitido por alguna suerte de conexión astral lastrada.

Apesadumbrado, y con esa vacilación que produce la ebriedad, enfilé la salida y, no sin apuros, pude sortear la trampa cuasi mortal en la que, en aquel momento, se alzaban las bamboleantes puertas del local. Recibí un golpe que mi borrachera anestesió de inmediato.

En mi peculiar (y distorsionada) visión de la realidad, mantenía la elegancia (y la rectitud) caminando y, sin embargo, algo me invitaba a pensar que mi verticalidad iba corriendo, a cada paso que daba, un más que grave peligro (al estilo de Malcom Lowry por las calles de Oaxaca o de Hunter S. Thompson en … bueno, en cualquier lugar que visitara para redactar una de sus afamadas crónicas).

En el bolsillo posterior de mis vaqueros aún reposaba el billete del tren que me había traído, desde Madrid hasta Alcázar de San Juan. Bastaba echar la culpa a lo surtido del vagón-cafetería, pero lo cierto es que, en múltiples ocasiones, ese trayecto había sido repetido para llegar a Tomelloso y lo había concluido sin necesidad de probar la (amplia y honda) variedad de espirituoso ofertada por la contratista de Renfe para asuntos de catering.

La noche, como acostumbraba en los finales de agosto, comenzaba a refrescar y asumí que un paseo me serviría para despejar el abotargamiento propio del alcohol, además de ayudarme a ofrecer una mejor cara al día siguiente.

Sí, estaba en Tomelloso, otra vez, y, como venía siendo habitual, sin demasiadas ganas. Había interrumpido una larga despedida de soltero (de un viejo compañero de la Facultad, que consideró oportuno quebrantar su estado civil justo antes de alcanzar la cuarentena [alguna cuarentena]) en la paradisíaca isla de Mykonos y, casi con el tiempo justo, había llegado por la noche a la estación de ferrocarril (ésa que siempre nos negaron a pesar de las reivindicaciones justas y populares), donde me esperaba, para recogerme (término que solo las personas que no contamos con vehículo propio manejamos con habitualidad), un pariente demasiado lejano como para ser considerado familia.

Caminando, me presenté por medio de la calle Belén, adornada por la luces de la Feria, y descubrí que el antiguo colegio de las monjas (jamás fui capaz de recordar su nombre correcto) ya no estaba allí y me vino a la mente la charla con un amigo que se vanagloriaba de haber sido el primer (y único, durante meses) varón en aquella institución, consiguiendo atraer la atención de las alumnas de octavo de EGB (lo que, según él, le había instruido, de manera notable, en las complejas artes que luego desplegaría en sus, no pocos, flirteos). Duden, como lo hice yo, de su testimonio. Siempre señalaba que, por aquel entonces, cursaba primero de preescolar, por lo que algo me hace pensar que su interés (el de las adolescentes que, coquetamente, podrían arremangar los pliegues de sus faldas de uniforme colegial), de haberlo, comulgaría más con algún tipo de ternura maternal.

No voy a negarles que, durante cierto tiempo, volver a Tomelloso se había convertido, para mi, en una especie de pesada rémora. Todo se inició cuando, por causas fortuitas, mis padres sufrieron un trágico accidente que acabó con sus vidas. El impacto traumático unido a mi (acelerada) orfandad, convertían mis retornos al pueblo (esa denominación común de todos los que nos vimos obligados a salir) en una fuente de nostálgicos y dolorosos recuerdos. Comprendan, por otra parte, que, para alguien de mi edad, frisando la dudosa aldea de la cuarentena (cuando ya se vivió mucho más de lo que resta), y sin el respaldo de una relación al uso ( de las que firman papeles tras una ceremonia y se festejan con viandas y licor) este tipo de avatares no se veían bañados por ningún tipo de solución o remedio más allá que el de la disipación (por si no lo han apreciado, la vida es dura… y corta).

En mi deriva, me había topado con la Iglesia y, con cierta perplejidad, me percaté (por vez primera) de que, en su frontispicio, iluminado por una farola, se refería (y por lo tanto publicitaba) la figura de José Antonio Primo de Rivera. Quizás no con el rigor necesario, mi mente unió los términos poder y sexo y, solo a la hora del aperitivo de la mañana siguiente (cuando la resaca me golpeaba inmisericorde las sienes en el mullido sillón de la recepción del Hotel Paloma y me planteaba seriamente acudir a Lauticia a sanar mis males con un vermut de grifo, una ración de huevo rebozado y el bullicio y la algarabía de la parroquia), pude descubrir que el poder nos prohíbe todo lo que es gratis y que allá donde el Estado (democrático) no alcanzaba a eliminar nuestras pasiones e instintos más animales, siempre se podía recurrir al mensaje, tenebrista y de temor del pecado, de la Iglesia ( “nunca olvides que el sexo es gratis”, y a pesar de que las palabras me fueron proferidas por una meretriz, jamás fui ilustrado de modo más adecuado).

Cuesta abajo en mi rodada, como en el tango de Le Pera, (y si es que en algún lugar la planicie de Tomelloso se permitiera ese vagar a favor de la pendiente; lo cual dudo hasta límites insospechados), alcancé la puerta de entrada de la antigua casa de mis abuelos paternos (hoy ya fallecidos). Recordé la reprimenda (a mi juicio inmerecida) que mi abuelo me dedicó el día en el que acudí con una encuesta política que había confeccionado para cumplir con los deberes de matemáticas del Instituto. Mi abuela le reprendió (por lo que debía considerar un acto de demostración de poder inadecuado), pero él no dio su brazo a torcer. Sólo unos días después, cuando ya nadie estaba delante, me dijo: “rellena lo que quieras en esa encuesta, pero, en lo del Gobierno, que mande Felipe. Y tú, no vuelvas a hablar de política en tu vida”, mientras dejaba en mi mano una moneda de cien pesetas y sentenciaba “esto para cromos, a ver si te sale de una vez ya Pantic”. Lo que el pobre no sabía (u obviaba, para quitarse otro disgusto) es que, de aquellas, yo ya animaba al Real Madrid y que, más adelante, me permitiría la licencia de obviar su consejo sobre la discreción en lo tocante a la política (quizá con no muy buenos resultados).

Algo abatido con el repentino recuerdo, pensé dirigir mis pasos al Cementerio (por alguna extraña razón, siempre acudía a la lápida de mi abuelo materno antes de cualquier evento que considerara relevante en mi vida [quizá para hacerle partícipe y, en buena medida, para solicitar un consejo que no siempre seguía]), pero advertí que era imposible que estuviera abierto. Lamenté no haber llegado antes, pues la mera afirmación de su presencia, siquiera en esa inscripción en la lápida grisácea, reconfortaba mi ánimo.

En la Plaza de España, la fuente repiqueteaba y me interrogué sobre su funcionamiento a esas horas. El pueblo, en su centro, había cambiado su fisonomía y donde antes se apiñaban comercios tradicionales, ahora abundaban las franquicias o los negocios que apenas duraban abiertos unos meses. El mítico edificio donde antes se instalaba Claudio (la famosa tienda de textiles) ahora estaba vacío. El local del antiguo Bar Alhambra, ahora situado en un polígono de las afueras, también participaba de esa soledad. Unos metros más allá, unos lujosos pisos y una afamada tienda de ropas para jóvenes lucían (fríos e impersonales) donde antes se había alzado la estafeta de Correos. Mi zozobra se apaciguó al comprobar que un luminoso anunciaba la peluquería de Izquierdo donde, de niño, me solía llevar mi padre ( “Paco te arregla a navaja. Y eso nolo encuentras en ningún sitio”).

Decidí sentarme (o depositarme, lo que en mi estado se hilvanaba mucho más con la corrección) en uno de los bancos junto a la estatua de “El Obrero”, el adelantado visionario que creyó en Tomelloso y empeñó su tiempo y fortuna en su desarrollo. Su espalda era la de un hombre sensato, sabedor de que las luchas son complejas y las victorias esquivas. Su figura se encarnaba como la de Auxilio Lacouture en las obras Los Detectives Salvajes y Amuleto de Roberto Bolaño. Su afán era ejemplo, a buen seguro, para hombres más perseverantes que yo.

El cielo se tiznaba de un añil que anunciaba amanecer. Sentía la boca pastosa y con un sabor metálico y sanguinolento. Notaba mis piernas febriles.

– “ Pero, chico. ¿Qué haces a estas horas aquí? ¿¡Y así?.

Era la voz de Ricardo, mientras levantaba mi cabeza de la barra del Beat.

Desconocía el tiempo que llevaba derrumbado, noqueado por el efecto del whisky, sobre la madera.

Me parecía percibir que la música que sonaba era algo parecido al modal jazz de Davis, pero, en mi estado, elucubrar sobre el título de la canción hubiera sido heroico (y desviado).

La madrugada era fresca y lamenté no haber cogido una chaqueta de mi maleta.

Deseaba llegar pronto al Hotel, darme una ducha, y vaciar los botellines de agua del mini-bar. Confiaba en que su efecto depurara (o limitara el alcance de) la irremediable resaca.

Albergaba un cierto (por real) temor a que mi garganta me fallase.

Soñaba que mi voz no delataría mi vaciedad en el atril de agradecimientos del Teatro en la tarde del, ya iniciado, día 30 de agosto. La hinchazón del ojo derecho, fruto del golpe con las puertas del Beat, no albergaba alivio alguno y, a buen seguro, no pasaría desapercibida para el público que, protocolariamente, aplaudiría aquello que saliera de mi boca.

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