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jueves, 18 abril

Mis relaciones con Félix Grande, por Dionisio Cañas

Cregorio Morán, en El cura y los mandarines. Cultura y política en España, 1962-1996 (Akal, Madrid, 2014) dice lo siguiente: «[Francisco García Pavón] Era un señor antiguo, de Tomelloso, la Mancha, maestro de escuela que había desasnado a una generación de poetas que se reducía a tres: el albañil Cabañero, el pastor Félix Grande y Dionisio Cañas, todos paisanos, y el pintor Antonio López”.

Es desafortunado uso del verbo “desasnar” para referirse a Félix y a Eladio, un verbo que significa “hacer perder a alguien la rudeza, o quitarle la rusticidad por medio de la enseñanza”. Esto sería asumir equivocadamente que el refinamiento de espíritu no es posible en las personas de origen campesino si no pasan por las manos de un buen mentor y se benefician de una buena educación literaria; con lo cual se descarta a los autores y autoras autodidactas. En mi caso, como Félix y como Eladio, yo también soy de origen campesino, pero es simplemente una mentira que García Pavón me “desasnara”, como dice Gregorio Morán. Ni yo conocí a García Pavón ni éste me “desasnó”, sino que mi mentor, y también mi pareja durante muchos años, fue José Olivio Jiménez, uno de los mejores críticos de la poesía española y latinoamericana, de origen cubano y que vivía entre Nueva York y Madrid. Menciono esto porque fue gracias a José Olivio que yo conocí a Félix Grande y a su mujer Francisca Aguirre en 1978.  Mi admiración por Félix fue creciendo al leer los libros de poesía suya como Biografía (1971); un prematuro volumen de su poesía completa. Pero el gran deslumbramiento llegaría después con la publicación de Las rubáiyátas de Horacio Martín (1978).

A partir de entonces nos veríamos casi todos los años durante mis vacaciones veraniegas en Madrid o en Tomelloso. Por aquellos tiempos, en Nueva York, yo empezaba a escribir mis novatos poemas y mis primeros artículos sobre poesía española. Gracias a Félix publiqué algunos ensayos en la revista Cuadernos Hispanoamericanos. También publiqué versiones de un maravilloso poeta yugoslavo que nadie conocía en España, Vasile “Vasco” Popa (1922-1991). Por otro lado, Félix y yo intentamos hacer conocer en España al gran poeta norteamericano John Ashbery; que luego se convertiría en una figura imprescindible entre las nuevas generaciones de los poetas españoles e hispanoamericanos.

En relación con el intento de hacer conocer a este poeta norteamericano, y con la lectura que hicimos José Olivio yo de uno de los mejores libros de poesía de Félix Grande, Las rubáiyátas de Horacio Martín, que Félix nos dedicó cariñosamente, éste nos escribió una carta que creo tiene su interés porque demuestra la generosidad y la profunda humanidad de Félix Grande. Cito un fragmento de esa carta:

                                                                                  30 enero 1978.

A

José Olivio

y Dionisio

Amigos míos: debí haberos escrito hace ya mucho tiempo. Sé que me perdonáis no porque esté seguro de merecerlo, sino porque conozco vuestra bondad. Una exagerada bondad es lo que pone música de fondo –gran música de fondo—a los penetrantes juicios que me enviasteis sobre mi libro. Esos juicios os los agradezco. Esa bondad, simplemente os la debo. Para siempre. Muchas gracias por estar de acuerdo con alguna línea que me ha ido dando la fortuna –pero sobre todo por quererme.

Enseguida os mando una reedición, muy cálida, de mi libro Taranto.

Dionisio: en cosa de días te escribo sobre el asunto del poeta [John] Ashbery*. Mi incultura hace que [tenga que] buscar quien me traduzca del inglés la carta: ello es que nos da miedo el volumen de los derechos de autor de los norteamericanos; si puede pagársele –a él o al traductor—según nuestras pobres tarifas, se publicará.

Aunque ya lo tenéis, os mando de nuevo  mi cariño, a los dos por igual.

Abrazos.

Félix

Este fue siempre el tono de nuestras relaciones. Aunque nos viéramos fugazmente, siempre Félix era cariñoso y atento con nosotros. Conmigo, claro, compartía otra afinidad: le de que ambos teníamos un especial apego a La Mancha en general y a Tomelloso en particular.

Otra prueba más de su generosidad y honestidad, es la de que cuando Félix estaba escribiendo su hermoso libro La balada del abuelo Palancas, me dijo en un momento dado que su lectura de mi historia de Tomelloso (Tomelloso en la frontera del miedo. Historia de un pueblo rural, 1931-1951) había sido esencial para enmarcar parte del trasfondo histórico de su libro.

Aunque en los círculos literarios de Madrid el chisme, la crítica malsana y la injuria son el pan nuestro de cada día, Félix jamás me habló mal de ningún escritor o escritora; ya fueran amigos/as o enemigos/as suyos. Todo lo contrario, siempre me recomendaba algún libro de alguien y si había escritores que no le gustaban, aunque yo se los mencionara por ser amigos míos, sencillamente se callaba, no decía ni una palabra y entraba en esos silencios de ojos abiertos y boca cerrada que eran tan característicos de él.

Lo mismo podría decir respecto a nuestros gustos estéticos: yo era un gran defensor de las vanguardias, y de las prácticas neovanguardistas de los años 80, y aunque él esto último no le interesara demasiado, tampoco me criticaba por lo que yo hacía. Todo lo contrario, siempre llegábamos a un común acuerdo: que la poesía española no se podía entender sin uno de los libros más vanguardistas de Federico García Lorca: Poeta en Nueva York.

El azar ha hecho que con los años hayamos coincidido en un aspecto poco común en la poesía española contemporánea: en acercarnos a nuestra propia vida a través de la poesía mística islámica. Él con su famoso Las rubáiyátas de Horacio Martín (1978) y yo, siguiéndole parcialmente a él como maestro, con mi última entrega poética: Los libros suicidas (Horizonte árabe), 2015.

Por supuesto que el libro de Félix no era nada místico, más bien era erótico, y uno de los mejores libros de la poesía amorosa del siglo XX en nuestra lengua. Haciéndole un guiño a Omar Jayam, el poeta místico persa de los siglos XI y XII, a través del heterónimo de Horacio Martín, Félix se alejaba de sí mismo para hablar sin pudor de su autobiografía.

De Félix Grade aprendí algo fundamental: que el compromiso social y político no era incompatible con unas exigencias estéticas, tanto en poesía como en prosa. Por otro lado, también aprendí que el carácter autobiográfico de una obra poética como la suya no simplemente es un indicio de esa soledad esencial que todo ser humano siente en un momento u otro de la vida, sino que soledad y solidaridad son imprescindibles si queremos sentir el mundo con intensidad y autenticidad.

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