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Tomelloso
jueves, 28 marzo

Flamenco, otra vez

guitarra flamenca

Tomelloso, nuestra levítica ciudad, no es tierra de fados, ¡qué va! Aquí no ha habido nunca un negro mulato y portugués que los cantara con voz clara y paradójicamente aguardentosa. Esta, cree un servidor tuyo dinámico lector, no es tierra de fados; como mucho es patria de eufemismos y, sobre todo, de flamenco.

Un llorado poeta del país —aunque nacido en Extremadura—, alto, espigado, con el pelo y la camisa blancos, que fumaba y fumaba y que era perito en flamenco, aseguraba —y así lo hizo a este que te escribe— que en las estrofas de los cantes está condesada toda la poesía y todo el saber del pueblo. El pueblo canta flamenco por bajini, paga sus deudas, blasfema y calla. No le queda otra.

—Mira si soy desgraciao que estoy deseando morirme pa’ dormir bajo techao.

—¡Anda allá!

Un tío nuestro —que cantaba como Marchena y tenía las hechuras del sevillano, aunque en vez de llevar un sobrero cordobés de medio lado, llevaba una boina sosquinada— se aprendía las piezas de memoria, oyéndolas en el gramófono del amo y luego las cantaba en la cocinilla, a la familia y los vecinos. Los presentes lo escuchaban entre el crepitar de la lumbre, con la cara baja, el gesto contrito y cabeceando, como ayudando al tío a tirar de los finales de la estrofas.

—La luna está llorando, mamita mía, mamita mía, de sentimiento.

—¡Mu bien!

Sotero Casero hizo un hermoso rótulo, mucho más atractivo que esos otros manidos carteles que se estilaban. El aviso estaba escrito en bella letra inglesa, con los gordos y los finos bien perfilados. Como era tan redicho, le hubiese gustado escribir «Se dan clases de guitarra para acompañamiento al cante flamenco», mucho más explícito. Lo malo es lo torpe que resulta la gente a veces para entender. Lo dejó en un «Se enseña guitarra flamenca». Eso sí, con trazos ligeros y curvos, casi juguetones.

Sotero Casero es zapatero remendón en un oscuro callejón propio de El Cairo de Mahfuz. Tiene un aire triste, atribulado y pensativo. Enseña a tocar la guitarra para acompañamiento flamenco, como decimos, en una habitación pegada al obrador. No sabe música y lo hace de oído y por cifra.

—Pérdidas que son ganancias son caudales redoblaos, estoy tan hecho a perder que cuando gano me enfao.

—¡Qué sentimiento!

Los dos chóferes, mozos viejos, llevan toda la noche de juerga. Una juerga sórdida, como no puede ser de otra manera. Han ido a ese reciente bar de copas, que dicen que es de ambiente. A liarla. Han abierto los paraguas dentro, para darle mala sombra al nuevo local, ya se sabe, y han derramado las copas sobre ellos. Ha recorrido todos los bares y, después, se han dado una vuelta por todos los lupanares autóctonos. Echados de todos sitios recalan en un concurso flamenco, para aficionados, organizado por una peña local.

—La noche del aguacero dime dónde te metiste para que no se te mojara el pelo.

—¿Ves? Esa si es bonita.

Después de dos horas escuchando a los émulos de El Camarón, Fosoforito, Meneses y Morente, el que hace de augusto, se levanta y le dice al clown, a grito pelado, en medio del auditorio:

—Venga, vámonos de aquí, que estos van a estar cantado hasta que aprendan.

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