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jueves, 18 abril

La resignación del poeta Morales

La resignación del poeta Morales

Con la resignación propia del aguamanil de una fonda de pueblo, haciendo de tripas corazón, con la cabeza baja y el alma hecha un ovillo, como una boina entre las manos nerviosas de un gañán por San Miguel, Morales se dirige al sedente don Ambrosio.

—¿Me puedo sentar, don Ambrosio?

—Siéntese, Morales.

—Como el otro día me dijo usted que no me sentase más a su mesa…

—Fue porque se achispó y le dio por hablar de la fraternidad humana, Morales… De la fraternidad humana nada menos. La verdad es que muchas veces no sé por quien me toma. —sorbe el café ruidosamente, con pompa y vanidad, nos atreveríamos a decir— ¿Quiere usted tomar algo? Yo ya le he echado tierra al tema, ya me conoce. No soy nadie.

—Un café con leche, corto de café.

—Pues pídalo, hombre de dios, pídalo, que lo paga don Ambrosio.

—¿Se sigue queriendo morir, Morales?

—¿Morir, don Ambrosio?

—Todos los poetas se quieren morir ¿no? Arrojándose por un precipicio, o echándose a una sima. Además, un poeta muerto siempre tiene más reconocimiento y ventas. Póstumo, que todo hay que decirlo, pero reconocimiento y ventas al fin y a la postre.

Morales se quiere parecer, a veces y en secreto, a Roberto Bolaño. Morirse al alcanzar el éxito y que la obra postrera resuelva la vida de su familia, que tantas penalidades pasan. Pero no se lo cuenta a nadie.

La mujer de don Ambrosio regenta una tahona, de esas que compran el pan medio hecho, ya fermentado y que solo lo tienen que meter en el horno. Luego sacan las barras con un guante de cota de malla, por no quemarse se conoce. La mujer de don Ambrosio en la tahona oye de todo, pero nunca se ha atrevido a dar crédito a las habladurías.

Morales, como se adivina, es poeta. Le pide al camarero el café con leche corto de café y otro sobre de azúcar… y un vaso de agua. Morales aguanta los improperios de don Ambrosio porque en la tahona de la esposa le fían el pan y en el Hogar del Productor él le convida a los cafés y algunas veces a copas. La crisis lo sacó poeta. Comenzó a juntar letras y a contar sílabas cuando se quedó parado, como desahogo. Colabora en un par o tres de sitios, pero muy espaciadamente y por poquísimo.

—¡Lo del poeta lo pago yo! —don Ambrosio, pavoneándose y levantando la voz.

—Gracias, don Ambrosio.

Morales también escribe en prosa. Más incluso que en verso, pero “poeta” es un sustantivo que lo mismo vale para un roto que para un descosido y que necesita poca explicación. Cuando anda por la calle, o cuando se sienta en el Hogar del Productor consigue abstraerse pensando escenas que luego plasmará en los escritos: «Mi padre, que se llamaba Miguel, como cualquier claretiano francés, se echó la escopeta a la cara y dijo “¡Ahora verás!” disparando sobre el pecho de mi abuelo, su suegro, que se llamaba Manuel como Nuestro Señor Jesucristo…»

—¿Y la familia cómo anda, Morales?

—Pues se puede usted imaginar, don Ambrosio.

—No, yo no me imagino nada, eso se imaginar se lo dejo a los poetas. —y se ríe de su ocurrencia.

Morales mira el reloj de la pared, que parece el de una estación de término. «La guerra que vendrá —que no es la primera— empezará en el fin del mundo y se irá extendiendo poco a poco, como una inundación o la gripe española. De la guerra que vendrá van a ser pocos los que libren el pellejo…»

El poeta se levanta, agradece a don Ambrosio el café, se despide y se encamina a su casa. Allí la realidad supera a la ficción.

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