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jueves, 25 abril
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El maldito abanico, por F. Navarro

mujer con abanico

La noche prometía. Luna llena, temperatura perfecta y, extrañamente, con tiempo de sobra. La trasnochada parecía el día del nacimiento de Abenamar, moro de la morería, grandes señales presagiaban una velada de disfrute y alimento espiritual.

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Nos encaminamos a la casa de Francisco Carretero. El pintor, político y vinatero. El primero que en Tomelloso manchó un lienzo, inoculando el veneno de la trementina en la ciudad. El artista autodidacta de quien aprendiera Benjamín Palencia y del que se celebra este año el cincuentenario de su muerte. En su morada está instalado el conservatorio de música y en el patio se va a celebrar un concierto, gratuito, de un trío de piano, cello y clarinete, con nombre de variedad de uva australiana y de Requena, los músicos. Y tal vez las uvas, que ahora con la eterna restructuración del viñedo patrio nunca se sabe.

Un buen sitio, no muy centrado, pero casi al lado del escenario;  la noche sigue prometiendo. El concierto es ofrecido gracias a la generosidad de los socios de una asociación local dedicada al fomento de la música clásica. Los prunos hacen juego con la pintura de la tapia, intensificando la sensación de placidez y calma.

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Se sienta junto a nosotros, a la derecha de un servidor, una dulce ancianita que llega con el tiempo justo, saliendo del aula que hace de bastidor. Tras ella entra el presidente de la asociación que perora sobre lo cara que está la música culta y lo difícil que es mantener un programa anual en una pequeña ciudad, solo con la ayuda de las cuotas de los socios y con el apoyo de los patrocinadores, sin cobrar entrada.

Aparecen los músicos y atacan a Falla. Sólo el piano y el violonchelo, las Siete canciones populares españolas. Paño moruno, sonido perfecto, ejecución primorosa. Uno que es de pequeños placeres, se siente como los ángeles. Cuando principian la Seguidilla murciana, la dulce ancianita saca el abanico. Es normal, pienso, hace calor esta noche y en el patio no corre ni una chispa de aire.

La señora empieza a darle al abano, con garbo y energía. Suena demasiado, a madera chocando. Me conformo pensando que debe ser un sofoco y la mujer necesita refrescarse, dándole para ello al paipái con fruición. Además, poco puede durar el manejo. Me equivoco, el traqueteo sigue durante toda la pieza. Paran los músicos y para ella de darle a la muñeca. Respiro aliviado.

Asturiana. Comienzan a tocar, no acaba de sonar la primera estrofa y la dulce ancianita empieza de nuevo a agitar el aventador. Me sudan las manos. Es imposible oír la música. Por distraer mi mente pienso en el lenguaje secreto de los abanicos, ya se sabe la sesera que derroteros toma.

Sujetarlo con la derecha delante del rostro, vente conmigo ladrón. Lo mismo, pero con la zurda, quiero tener un conocimiento con usted, caballero. Mantenerlo en la oreja izquierda, vaya usted a hacer puñetas…

Se carga la Nana a golpe de abanico, la ancianita. Intento discernir de que material esta hecho el chisme: los del resto de las señoras no emiten ni un murmullo, el de la viejita parece un aserradero en hora punta…

Moverlo con la mano derecha, quiero a otro. Deslizarlo sobre la mejilla: ¡te quiero!

Los ocupantes de los asientos aledaños observan los talegazos, algunos ríen, otros hacen comentarios insolentes, otros la miran como miró Raskólnikov a la usurera mientras blandía el hacha. Llega la Jota y consigue aumentar el tono del abaniqueo para que no escuchemos la pieza.

Abanicarse despacio, estoy casada. Apoyarlo en los labios, bésame. Arrojarlo con la mano, te odio…

Cuando por señas hemos trazado entre todos los que rodeamos a la ancianita un plan para asesinarla con una cuerda del violonchelo, acaba la primera parte y conseguimos alejarnos de ella, distribuyéndonos por las butacas vacías del recinto y consiguiendo, la señora, un día más de vida.

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